POESÍA
Julio reclamó la presencia inmediata de su musa por teléfono. Media hora después, el timbre anunciaba la llegada de la atractiva Lucía, su comprensiva confidente; en el comedor del apartamento, Julio le esperaba, sonriente, con el café recién hecho y unas pastas de la repostería del centro de la ciudad y que tanto le agradaban a aquella mujer. Se acomodaron, y mientras apuraban sus tazas, él manifestó su gran preocupación: su editor le agobiaba con insistentes llamadas y mensajes de correo electrónico, instigándole a que se apresurara en componer una nueva obra poética, de índole romántica, el género que especialmente hizo famoso a Julio en el panorama literario; su reputación como poeta se extendía a otros países, hasta sus libros, tan elogiados por la crítica, habían sido traducidos a varios idiomas. Julio había recibido un generoso adelanto económico y tenía la obligación de entregar, en el plazo de una semana, un borrador para justificar un nuevo trabajo, pero transcurrían los días, y no había redactado ni una miserable página: le aterraba la idea de que su talento fuera cuestionado. Consternado, Julio se levantó de su sitio; comenzó a dar vueltas por la estancia mientras la joven escuchaba las quejas del atormentado poeta, palabra por palabra; parece ser que el editor fue explícito y amenazó con que si no estaba dispuesto a completar un libro de poesía en condiciones, que se despidiera de seguir publicando en la editorial, que bastante harto estaba de los caprichitos del poeta. De repente, Julio se detuvo; observó a la chica con ternura, y se aproximó para desabrocharle la blusa y rozar con sus labios aquel cuello, de piel tersa; le susurró, quedo al oído, que anhelaba la belleza de su desnudez, y ella, obediente, se fue despojando de sus prendas: el sostén, la falda, las medias y las braguitas de encaje. Él se volvió a sentar en su sillón, y la contempló, embelesado: la tez pálida, senos turgentes, caderas anchas, el pubis rasurado. Lucía se situó delante del poeta; tomó su robusta mano para besarle la punta de los dedos y luego colocarla sobre un pecho, pero él la retiró, algo brusco; murmuró que sólo quería captar todos los detalles de su espléndida desnudez. Lucía, desganada, suspiró; cruzó los brazos mientras Julio admiraba la curvatura de su vientre casi perfecto y sus muslos. Al final, la muchacha rompió su silencio: reprochó que estaba cansada de repetir este ritual desde hacía meses, que ya no quería conformarse tan sólo con exponerse en cueros a los ojos ávidos del amante; deseaba que le tocara, y así expuso el ultimátum: si no le hacía el amor allí mismo, en ese momento, se marcharía. Y Julio, anonadado por la actitud inesperada y rebelde de la mujer, se molestó por la proposición, y volvió a rechazarla, alegando que no era digno de ultrajar aquel precioso cuerpo con los vulgares fluidos de la pasión, y que si eso ocurría, dejaría de ser hermosa y pura. La musa de carne y hueso, desafiante, lo miró fijamente a los ojos, y confirmó lo que Julio más temía: que la poesía es realidad, se palpa, se siente, se vive, y que él era un infeliz que nunca, nunca, nunca se atrevió a acariciar la poesía con sus manos. Cabizbajo, el poeta enmudeció, más perturbado que nunca. Ella, con el semblante triste, se compadeció de él; se vistió con calma para luego desaparecer de su hogar, sin despedirse. Aquella noche, la melancolía se apoderó de aquel hombre que pasó toda la madrugada en vela, delante de la pantalla, en blanco, del ordenador portátil; en la mesa del despacho, montones de tomos de poesía, ediciones especiales de coleccionista que había revisado varias veces; también habían ejemplares apilados de su propia obra, así como un folio garabateado con unos pocos versos peregrinos, a pluma estilográfica, y una botella de whisky, casi vacía. Meditabundo, jugueteaba con los cubitos de hielo de su vaso. No sabía si extraer más alcohol del mueble bar para seguir esperando a la inspiración, o concretar un plan para convencer al editor de compilar sus poemas amorosos en una tercera antología poética.
ANA PATRICIA MOYA
Un pequeño homenaje a Miguelanxo Prado
(Imagen: Crystal Barbre).
(Publicado en el número 38 de «La manzana poética»).