DESECHOS
Como todas las madrugadas, de lunes a viernes, me traslado, puntual, en las alcantarillas que me han asignado para limpiar a fondo. Bajo las escaleras, cargado con mis utensilios, e inspecciono, con detenimiento, el túnel: tengo que recoger toda la basura acumulada del fin de semana para evitar que se saturen los conductos subterráneos. Mi compañero, en la superficie, me indica por radio que se encargará de la parte norte, que estaré solo en el sector sur durante un rato, aunque pronto llegará otro camión con refuerzos pues el fin de semana pasado se celebraron las fiestas populares de la localidad y eso, obviamente, es sinónimo de muchos, muchísimos desechos. Adaptado a la semipenumbra, a la presencia de ratas y demás fauna de cloaca, pero no al hedor insoportable que me obliga a usar mascarilla, me coloco los guantes y procedo a trabajar en los canales de agua residual; sólo se percibe el eco de mis botas chapoteando; con mi rastrillo, me afano en retirar restos de comida, cajas de cartón, cascos de botellas rotas, condones usados y demás porquería, consecuencias de la falta de civismo. Mientras ejecuto mi tarea, algo llama mi atención: diviso una bolsa, bastante grande, que la débil corriente arrastra hacia mí; la recojo, y sí, pesa, tiene salpicaduras de sangre seca. Para descubrir lo que hay en su interior, la rasgo, pero sin romperla del todo, y me encuentro con un feto humano. Examino bien aquel pequeño cuerpo sin vida. Podría tratarse del fruto de una pasión inconsciente, muy propia de adolescentes con el cerebro entre las piernas, o un hijo no deseado para unos padres sin recursos, o también un aborto de una clínica clandestina de esas que proliferan por el asuntillo de la polémica ley reformada. No lo sé. Mejor no especular con este trozo de carne, a punto de descomponerse tal y como sugiere su aspecto, y por el que ya no se puede hacer absolutamente nada. Me percato de que tiene en su cuello una bonita cadena, parece ser de plata; medito unos instantes para decidir qué hacer con el hallazgo. Al final, arranco la cadenita y me la guardo en uno de los bolsillos de mi mono de trabajo; envuelvo el cadáver con la misma bolsa, y lo arrojo a la corriente turbia; poco a poco, se va alejando, hasta desaparecer de mi vista. ¿Insensible? Quizás. Gajes del oficio. Conozco al ser humano: es capaz de ensuciar la vida de todas las formas posibles. Somos así de penosos. Estoy acostumbrado a la miseria del hombre y a su mierda. No hace falta descender a este infierno nauseabundo de restos para darse cuenta de lo asquerosos que somos. En fin. Mejor prosigo con mi labor. Luego veré, en la hora del bocadillo, cuánto me pueden dar por esta cadena plateada.
(Este relato es un homenaje al maestro Yoshihiro Tatsumi).
ANA PATRICIA MOYA
Imagen: Heidi Taillefer.
NO BROTA LA ESPERANZA POR EL ÚLTIMO RESQUICIO (CRÓNICA DEL 16 DE JUNIO DEL 2013)
Mi padre envejece:
borra la enfermedad de la rutina
con medicación
-de todo tipo-
sus manos (ásperas) ya no son útiles.
Mi madre envejece:
arrugas, trece pastillas diarias, desorientada,
busca refugio en nuestra infancia,
cuando todo era más fácil
(Dios nos escupe, mamá:
no reces).
Mis hermanas envejecen:
una se esclaviza por un (inexistente) sueldo,
la otra protagoniza la gran tragedia moderna
la hipoteca
la sombra del desempleo
duermen sin certezas,
sin sueños.
Mi perro envejece:
está flaco,
no reconoce mi olor.
Y yo,
con ellos,
muero
un poco
cada amanecer
me seduce el borde de la ventana
otra vez
el asfalto \ la nausea
la desazón
el abismo
el credo de mi adolescencia
otra vez
sin trabajo
sin ilusiones
sin confianza
sin ti.
ANA PATRICIA MOYA
Imagen: Yung Cheng Li.