APARIENCIA
El marido se levanta temprano: tiene una importante entrevista de trabajo. Su mujer, entusiasta, le anima; si le contratan en la empresa, su existencia cambiaría radicalmente: podrían afrontar la hipoteca, las deudas que se amontonan en el buzón, incluso mudarse a un piso más grande que el suyo y en el que se encontraba hacinada la familia. Él, más pragmático, prefiere no ilusionarse, es consciente de que con cincuenta y tantos, en la situación del mercado laboral, no se propicia el reclutamiento de personas con tanta edad y experiencia. Dos años y medio en el paro marcan, pero tal y como le recuerda su esposa mientras saca del armario un elegante traje de chaqueta con corbata que sólo se utiliza para eventos importantes, tales como bodas o comuniones: hay que resistir, agarrarse a la oportunidad como si se tratara de un clavo ardiendo, que el subsidio se agota, y que sea lo que Dios quiera. La abuela despierta a los críos, quejumbrosos por el escaso desayuno (un vaso de leche y unas galletas) y la falta de ganas de asistir a la escuela. Le piden a la madre dinero para el almuerzo del recreo, y como hasta el viernes no entra nada en la casa, los ilusiona con el bocadillo de jamón serrano más grande que jamás hayan visto, con su buen aceite de oliva y su tomate, para que presuman en el patio del colegio frente a los maleducados que se ríen de ellos, con sus crueles: “¡son unos niños pobres, son unos niños pobres!”. Se marcha el padre con sus hijos; el abuelo sigue roncando profundamente desde la litera; la suegra, aplicada, limpia los baños mientras la madre recoge la cocina y el comedor. Al finalizar las tareas domésticas, la abuela, antes de marcharse a la residencia para jugar a las cartas o al bingo con sus amigas, entrega a la madre un sobre con billetes para ir al mercado. La señora resguarda el sobre en el bolso, agarra el carrito de la compra e introduce una bolsa de basura, enorme, en su interior, con cuidado de que la abuela o el abuelo, recién levantado para tomar su vermú en el bar de la esquina y preparado para una interminable partida de dominó, la pillen. Sale a la calle, apresurada, rumbo a uno de sus sitios favoritos; entra en el edificio, se refugia en los aseos, extrae del carrito la bolsa negra y, de la misma, un abrigo de piel de zorro auténtico y un collar de perlas auténtico, herencias de la madre, que Dios la tenga en su gloria; maquillaje de marca y perfume caro, detalles valiosos del marido por aniversario de boda. Se arregla, a conciencia; coloca un papel de “averiado” en la puerta del aseo para esconder el carrito, y se pasea por el Corte Inglés, con su disfraz de mujer de alta alcurnia, recorriendo los pasillos, con la cabeza bien alta, apreciando el género, las ofertas, charlando con las clientas o las dependientas. Cuando llega la hora de recogerse, la mujer vuelve al cuarto de baño para transformarse en maruja de clase obrera. Con discreción para que los guardias de seguridad no descubran su secretillo, sale del centro comercial, rumbo al mercado del barrio, para aprovechar los buenos precios del pescado fresco o la fruta a granel. Le urge terminar pronto porque espera una llamada de teléfono para exigir sus servicios como limpiadora a domicilio, trabajo que hace algunas tardes para sacarse un jornal de cuantía poco elevada, pero suficiente para complementar la ayuda por desempleo.
Ni el padre, ni los niños, ni los abuelos saben en qué se entretiene la madre algunas mañanas; nadie sospecha qué hace esa mujer risueña que se divierte con las visitas a esos grandes almacenes para jugar a las damas distinguidas; porque ella no pierde la esperanza, porque sabe que algún día, y no muy lejano, la suerte se volcará con su familia, y podrá ir a comprar al Corte Inglés las veces que le plazca, y siempre se presentará allí agarrada al brazo de su santo esposo y acompañada de sus hijos, con su abrigo de visón que olerá a Christian Dior, exhibiendo sus joyas doradas de diseño italiano, luciendo una amplia sonrisa que demuestre con honestidad al mundo que no sólo es una señora en apariencia: la clase se lleva por dentro, y ella, que insufla valor a su esposo para que no decaiga, que se sacrifica para alimentar a sus vástagos, que auxilia a sus mayores con todo el cariño y que conoce la humildad absoluta, lo sabe. Lo sabe. Mejor que nadie.
ANA PATRICIA MOYA
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