FAUNA URBANA
Aquel hombre tan elegante subió al tren, con destino al centro de la ciudad. Al
acomodarse en su asiento, se desajustó la corbata, se secó el sudor de la frente con un pañuelo y la mancha de carmín del cuello. Sonrió, satisfecho: la cita con aquella atractiva señora había sido todo un éxito. El galán comprobó su teléfono móvil: recibió un mensaje de la mujer; en el mismo, aparte de agradecerle su puntualidad, le confesaba que se sentía impresionada por su actitud madura, a pesar de su juventud. Éste se limitó a teclear una contestación educada, indicando fecha y hora para reencontrarse. Al llegar a su parada, bajó, apresurado, en dirección al cuarto de baño. Cerró el pestillo de la puerta y comenzó a deshacerse del abrigo, traje de chaqueta, zapatos y la maleta de piel que guardó en la bolsa de viaje; de la misma, extrajo unos pantalones vaqueros, una roñosa camiseta publicitaria y unas deportivas sucias. Una vez vestido, frente al lavabo, se revolvió el cabello y se lavó las manos para eliminar los restos de la gomina. Al salir de la estación de metro, volvía a ser “empleado Juan”, tal y como reflejaba la placa de plástico que se colocó en su pecho, un repartidor de comida rápida a domicilio, con afición a disfrazarse de abogado interesante, soltero y exigente, un soñador que anhelaba una vida mejor al lado de alguna incauta que lo mantuviera. El pasaporte a la felicidad era caro: había que pagar con mentiras. Pero él ya estaba demasiado harto de trabajar horas extras, del miserable sueldo que percibía, de convivir con sus padres jubilados en un ridículo piso, y sobre todo, de tener colgado en la pared de su habitación un diploma universitario que le recordaba que era otro perdedor más.
PRÍNCIPES Y PRINCESAS DEL SIGLO XXI
Entre copas, él presumía de ser un triunfador nato: independiente, emprendedor, generoso. Ella, entusiasmada, aplaudía las hazañas de aquel caballero curtido en mil batallas existenciales. Acabaron la noche, ebrios de alcohol y deseo, en la cama de él. Ella se despertó al amanecer, aturdida por los ruidos de una aspiradora que provenían de la habitación contigua, y sola: el amante se había marchado horas antes para sellar el cartón del paro. En la mesita de noche, una nota de horrible caligrafía; no indicaba algún número de teléfono para volver a contactar, sino una sentencia (“lo siento mucho, yo soy un príncipe, pero tú no serás jamás mi princesa”) y un postdata (“no molestes a mi madre, márchate enseguida”). No tardó mucho en vestirse para huir de aquel castillo ruinoso para dirigirse a un bar, pedir un café con leche y tomar unas pastillas para la resaca. “Otro bufón más”, musitó la mujer mientras subía al autobús que la alejaría de aquel barrio periférico. Durante el trayecto, pensó en anular todas las suscripciones de aplicaciones para conocer hombres interesantes. Sacó el teléfono móvil de su bolso: se entretuvo en inspeccionar perfiles en la pantalla táctil. Y cuando bajó en la parada próxima a su calle, ya tenía concertada una cita para aquella misma tarde con un nuevo aspirante que podría ser el definitivo.
Ana Patricia Moya
Ilustraciones: collages de Randy Mora.