TRES POEMAS INÉDITOS (Paciencia)

PACIENCIA
"Me pesa la pared. La casa entera.
Hay tanto espacio.
Me sobra todo.
Me falta
todo.
[...]
Ya no distingo
entre la pared
y la carne.
El silencio es brutal. Quema.
Sobrevivir no es salvarse."
Ana Vega

I
[INÚTIL] DECLARACIÓN DE INTENCIONES

Yo cosecho paciencia,

                           paciencia

                                     en esta tierra infértil
                                     para aspirar a la felicidad
                                     tan sólo dependiendo de mis manos
                                     como únicas herramientas.

II
 RESILIENCIA

Sembrar en el fango
                                     esperar

los cuervos revolotean
se comen las semillas de la ilusión

                                   y esperar

no surgen los frutos
                                 -quizás algún brote pequeño
                                  para nada insignificante
                                 pero sí insuficiente-

                                    y retornar al principio
                                                    hasta la extenuación

                                    no por convencimiento
                                                         es por orgullo

                                                               lo único que aún da sentido a respirar
                                                               en este páramo de piedras y mentiras.

III
 EL REINO DE LOS AUSENTES

Arrastro la voluntad
 como la piedra de Sísifo

“valor”, alientan mis padres

“sé tú misma”
                         -deprimente que una psicóloga
                          me lo tenga que repetir
                          como un salmo-

y antes de llegar
      flaqueo
      y otra vez
     este estúpido juego
     que despedaza mi voluntad
     y otra vez
     desciendo para empujar
     con más rabia
     y otra vez
     contemplo como otros consiguen tocar la cima
     valiéndose de manos ajenas
                                                      y no, no son los afortunados:
                                                                              son los que no confían en sí mismos

y eludo a los que se llenan la boca de gloria y triunfo
cuando no conocen el significado de la auténtica lucha,
                                                                                     
                                                                             porque su legado será el silencio.


Poemas: Ana Patricia Moya
Ilustraciones: Charles Wish

TRES MICRORRELATOS INÉDITOS (Futuro, El Orgullo de Disney, Amistad)

FUTURO

Reconoció al fracasado que se reflejaba en aquel espejo tan sucio, al adicto a las bebidas energéticas y a los ansiolíticos, al ermitaño que se refugiaba entre temarios y libros de supuestos prácticos. Su cerebro estaba saturado de conceptos legales y técnicos, de esquemas, también de reproches -“¡tenías que haber estudiado una carrera con más salidas laborales!”, “¡no te estás esforzando lo suficiente, tienes que dedicarle más horas!”- y de consejos propios de metomentodos que no tienen ni puñetera idea del infierno al que se someten los aspirantes que se preparan para una hipotética plaza del funcionariado. Mientras contemplaba sus ojeras, su delgadez y sus primeras canas, reflexionó. ¿Aquello es lo que realmente quería? ¿Enclaustarse, drogarse para mantener un ritmo exigente, comer y dormir poco, aguantar la presión familiar por no cumplir unas expectativas? De nuevo, aquel dolor tan agudo. Se llevó la mano al pecho: taquicardia. Intentó calmarse. Algo dentro de él se rompía. Y, de repente, la respuesta. Se cercioró de que estaba completamente solo en aquellos baños; sacó de su mochila apuntes y frascos de pastillas, lo arrojó todo a la papelera metálica; extrajo del bolsillo de su pantalón un mechero y le prendió fuego. Apresurado, salió de la biblioteca. Ya en la calle, sonrió, satisfecho de su decisión. ¿Qué era lo que quería hacer? En ese momento, deseaba aprovechar el hermoso día primaveral tomándose una cerveza bien fresquita y una tapa en una terraza, algo que llevaba años sin hacer. ¿El futuro? Sólo sabía que, hiciera lo que hiciera, era incierto.

EL ORGULLO DE DISNEY

Papá y mamá contemplan a su preciosa hija, con sus dieciocho recién cumplidos, su vestido de alta costura, preparada para la fiesta de graduación; hija única, criada entre algodones, con la devoción de unos padres que la habían transformado en una auténtica princesa: educación en los mejores colegios femeninos; residencias en el extranjero para aprender idiomas; inscripciones en prestigiosos clubs para aprender protocolo y equitación, rodeada de amistades selectas. Mamá la abraza, predica su retahíla de sermones – “las señoritas no tienen vicios”, “las señoritas se reservan para el amor verdadero” y bla bla bla -, y papá le entrega un cheque con los suficientes ceros como para costearse caprichos, tales como drogas de diseño o la tercera operación de reconstrucción del himen. Ellos ignoran que la primogénita desgarró la burbuja en su adolescencia: no asumen que este siglo es de piratas y brujas con el corazón entre las piernas.

AMISTAD

Le conoció en un concurrido parque de las afueras de la ciudad: él, poeta treintañero, cargado de ilusiones, y su nuevo amigo, un anciano que había destacado en el ámbito poético de otra época. Todas las tardes, entre cafés fríos y cigarros, sentados en alguno de los bancos bajo los cipreses, dialogaban, con entusiasmo, sobre su gran pasión: la literatura. El muchacho disfrutaba con las entretenidas vicisitudes del maestro – así lo llamaba por respeto – acerca del complicado mundillo artístico de sus tiempos, que no difieren demasiado del actual, y el viejo escuchaba mil anécdotas acerca de la cultura local, sus entresijos, acaparada por una pandilla de niñatos que vivían del erario público. Un día de otoño, superada la desconfianza, el aspirante a rapsoda se atrevió a entregarle un manuscrito para ver si era factible su publicación pues había probado suerte en prestigiosos certámenes, sin éxito, y confiaba en que su experimentada amistad recurriese a contactos para apoyar a una joven promesa. En la despedida, el chico regresó a su hogar, y en su mirada, el brillo de la esperanza: quizás aquella era la gran oportunidad que estaba esperando para demostrar al mundo su talento. Por su parte, el maestro caminó hasta llegar al hospital; se detuvo frente a una papelera, arrojó aquella encuadernación fotocopiada que había supuesto semanas de trabajo por parte de un chaval con delirios de grandeza y más inspirado en la charlatanería que en lo realmente importante, que es escribir. “Sólo los locos poseen el don maldito de la poesía”, musitó cuando terminaba un cigarrillo y esperaba, paciente, a los dos enfermeros que, como cada noche, lo recogían para acompañarlo a su habitación situada en la planta de psiquiatría.

Textos: Ana Patricia Moya
Imágenes: Philip Pearlstein

TRES POEMAS INÉDITOS (Las buenas personas, Tratado de los carnívoros, Guerra)

LAS BUENAS PERSONAS

Las buenas personas duermen
con la conciencia tranquila
                                                   pero solos

las buenas personas tienen
un corazón generoso
                                                   pero descompuesto en miles de pedazos

las buenas personas son apreciadas
y respetadas por todos
                                                  pero, o mueren antes de tiempo
                                                  o son olvidadas a destiempo

las buenas personas trabajan
con honestidad 
                                                  pero cohabitan con la miseria

y yo,
que nadie me arropa por la noche desde hace años
que tengo el pecho roto de tanto entregarme, sin reservas,
que aplauden mi valía según convenga

yo, que soy tan buena persona
                                                -por no decir que soy imbécil-
que hasta dudo del camino escogido

yo,
que no sé ser otra

                                                porque no me enseñaron a usar máscaras.

TRATADO DE LOS CARNÍVOROS

“La inmundicia de lo cotidiano forma parte del amor”.
(Fragmento de la película “Las muñecas rusas”, de Cédric Klapisch).

"El amor se retrae
como una alimaña
acosada por perros.
Me ladra, y me muerde.”
(Pedro Andreu)

Desde mi refugio, contemplo a hombres y mujeres
que peregrinan de un cuerpo a otro, consumen
corazones con gula, en su papel de cazadores tramposos
que transitan con la seguridad de que siempre atrapan a la presa
y luego regresan, satisfechos, a la rutina del solitario.

Desde mi refugio, entre temarios para oposiciones
y cómics, vigilo este festival de animales confundidos,
me burlo de su falsa condición de depredadores

y aguardo, con paciencia, al que se arriesgue a penetrar
en mi territorio para que la piel despierte del letargo,
para devorarnos las entrañas despacio,
                                                                     despacio 

porque, por desgracia, soy de digestiones lentas,
prefiero hurgar hasta el tuétano y esperar
al abrazo sincero que disipe esta sombra de tristeza
                                                                    que me persigue.

GUERRA

 Esta no es mi guerra.

                           No presto atención a la lista
de los libros más vendidos
no me importan los maestros de la poesía
artificial que adoctrinan a sus cachorros

no me interesan los poetas pretendientes
a cargos públicos o los que utilizan
su lengua afilada para ascender

mi campo de batalla
son las pastillas para dormir
la inseguridad, la rutina, la ansiedad
los afectos que se extinguen
memorizar temas

                                  esta no es mi guerra, poetas

manchad vuestras manos de mierda
porque las mías están comprometidas
al sucio propósito de existir.


Poemas: Ana Patricia Moya Rodríguez
Ilustraciones: Todd McLellan

OFERTAS, otro poema inédito

I
LATAS DE ATÚN (2 X 1)

Frente al estante de las conservas
no suelo tardar mucho en escoger
                                                    siempre lo más barato
sin embargo, en el amor,
ya no me vale cualquiera
para consumir esta soledad tan insípida. 


II
FRUTA DE TEMPORADA

Compro un cuarto de manzanas verdes
                                            -mis favoritas, tan ácidas-

las conservo en el cajón del viejo frigorífico
y me apuro en comérmelas pronto

que todo se enfría, hasta pudrirse,

                                                   como lo nuestro,
                                                   que nació y murió sin nombre.

III
PESCADO FRESCO

A diario, me cuentan novedades
del panorama literario
                               pero más me entusiasma
la bajada de precios,

cada día que pasa menos me interesan
los fariseos de las letras y sus imperios

                            y sobre este plato hay un filete de lenguado
                           -un lujo que me permito cada tres semanas-
hay más poesía.


Ana Patricia Moya
Imágenes: Megumi Toyosawa

LOS CUENTOS DEL NUNCA ACABAR, poema inédito

LOS CUENTOS DEL NUNCA ACABAR

I

Algunas tardes, me contaban cuentos
casi idénticos a otros mil que (re)conozco

son tan predecibles los mendigos del afecto

el asunto acababa con un “vamos a mi casa”
                                                    - o frase similar -
y con mi “voy al baño, enseguida regreso”
                                                    - o excusa similar -
desaparecía sin dejar rastro
                                                    - y jamás hubo reproches:
                                                    somos fácilmente sustituibles -

sin ganas de ser la anestesista de sus temores

qué pereza daba participar algunas tardes
en cuentos casi idénticos a otros mil que (re)conozco.

II

Cuando quedaba algunas tardes
para que me contaran cuentos casi idénticos
a otros mil que (re)conozco,
sólo tomaba un vaso de agua,

ellos y ellas, tan escasos de sinceridad,

yo, ahorrándome refrescos y cafés
durante sus monólogos estériles
porque prefería gastar el dinero
en libros y fotocopias de apuntes,

                                              en el fondo, somos todos muy parecidos:
                                              somos igual de pobres y egoístas.


III

Controlaba durante los encuentros las manecillas del reloj
más pendiente en que señalaran el límite
de aguantar discursos de fariseos

aunque disimulaba - siempre existía un atisbo
de esperanza: de ahí la paciencia - alguna
que otra vez recriminaban mi actitud

sí, admito que fui maleducada, como vosotros,
que sois hijos pródigos de Pinocho
con feo y tosco corazón de madera

hay tanto patetismo en mí como en vosotros

de ahí la soledad

porque los hombres y las mujeres
que conocen su rumbo dan miedo:

                                                                por eso, siempre estarán solos. 


IV

Ya no quedo algunas tardes para que me cuenten cuentos
casi idénticos a los otros mil que (re)conozco

he pagado por mis errores de juventud

ahora sólo malgasto mis horas en leer cómics, alquilar películas,
o (intentar) masturbarme con la idea de una honestidad imposible
en otras manos dignas del privilegio de mis caricias,

sé que en todos los rincones ellos y ellas perseveran
en la caza de solitarios - tantos damnificados por las filosofía
Disney y la de convertir cuerpos en cosas con bultos y agujeros -

el instinto de la perra vieja me advierte:

el mundo se extinguirá con el último gesto de afecto
entre hombres y mujeres,
 
y por eso, porque estoy hasta el mismísimo coño
de que me repitan los cuentos casi idénticos
a otros mil que (re)conozco,

yo
ya sólo me trago los cuentos de los silencios incómodos,
y los “no te podemos contratar porque tienes más de treinta”.


ANA PATRICIA MOYA
Ilustraciones: Hiroko Shiina

«ELEFANTE», RELATO GANADOR DEL III CONCURSO DE RELATO ARTEFACTO (PRIMER PREMIO)

 

ELEFANTE

“Teme a quien te teme, aunque él sea una mosca y tú un elefante”.

Muslih-Ud-Din Saadi

Frente al espejo, su rostro enrojecido a causa del acné, los prominentes lóbulos de las orejas, la nariz afilada. “¡Elefante, elefante!”. Extrajo del armario una cuchilla y un bote de espuma para afeitarse el escaso vello. Lo hacía para complacer a su chica, “estás más guapo sin ese horrible bigotillo”. “¡Eres un tonto del culo que todavía no tiene ni pelos en los huevos!”. Se cortó la mejilla derecha. Se lavó la sangrecilla con agua templada del lavabo y se cubrió la herida con un apósito. Rozó, con cuidado, el pómulo izquierdo. Se quejó: aún dolía. “Me chiflan tus cicatrices, cariño”, le confesaba siempre ella cuando se desnudaban en aquel paraíso de cortinas rosas, estanterías llenas de peluches y muñecos, con ese agradable aroma a vainilla dulzona, aroma que lo embriagaba hasta desfallecer en el colchón; el refugio de cuatro paredes con los pósters de los grupos Dire Straits y The Animals. Ella, sus pequeños senos, su cara pecosa, sus caderas estriadas, su pubis sin rasurar. Ella, la que después de hacer el amor, le llevaba a la cama una enorme bandeja con un delicioso desayuno – tostadas con mermelada, sirope de arce o mantequilla de cacahuete, zumo de naranja, plato de cereales de chocolate y crujientes galletas de nata – “para el chico más dulce del mundo”.

No importaba si su novia le hacía sentir tan especial. Él era un fracasado, un pringado. “No te la mereces, monstruo, ¡no sé qué ha visto en ti!”, le increpaban los muchachos cuando ella iba a recogerlo al instituto en su motocicleta. Y ella, tan encantadora, tan enamorada, lo consolaba cuando le colocaba el casco y lo besaba apasionadamente delante de aquella panda de cretinos que respondían con muecas de asco: “No les hagas caso, mi amor, tú eres hermoso, muy hermoso”. Sí. Ella y su magia para hacer más soportable la existencia, la única que los fines de semana lo transportaba a otro mundo, al de las miradas cómplices entre las sábanas perfumadas a suavizante, de los paseos soleados en el parque de la gran avenida para jugar con sus mascotas, a los días de lluvia en su apartamento, recostados en aquel sillón de piel, cubiertos por una manta, compartiendo un cuenco de palomitas, latas de refrescos o botellas de cerveza de importación para celebrar acontecimientos importantes. Sí. Ella era increíble. Era perfecta, a pesar de sus mosqueos cuando no conseguía controlar el mando de la consola y perdía todas las partidas al Pong, a sus pucheros cuando se resistía a ver películas de zombies en el cine, su innata capacidad para sacar de quicio cuando discutían acaloradamente sobre el futuro, sobre si estudiar ingeniería o artes en la universidad tal o cual. Sí. Era caprichosa, infantil y terca, pero la amaba tal y como era. Perfectamente imperfecta.

Sin embargo, la cruda realidad se manifestaba de lunes a viernes: Durante la jornada de rutinas escolares, los compañeros del instituto se la tenían jurada tan sólo porque sí. Le recordaban, a cada momento, el desprecio por un cuerpo que ellos consideraban deforme, también por su carácter reservado. Y es que él no era un precisamente un alumno modélico: había repetido curso en dos ocasiones, aunque siempre se empeñaba, con todos sus esfuerzos, en superar, a duras penas, la barrera del suficiente. Bajito, flacucho y desgarbado, no poseía habilidades para practicar algún deporte: siempre lo escogían el último para repartir los equipos. En clase de educación física, cuando tocaba fútbol, baloncesto o béisbol, los chicos más aptos del grupo procuraban sentarlo directamente al banquillo, para que no estorbara demasiado. Aparte de su torpeza, el asma y la anemia lo apartaban de las pistas, motivo por el cual suscitaba el recelo del resto de los chicos que, castigados por duras sesiones de entrenamiento, se mofaban de él, entre jadeos y abucheos, por ser el “niño bonito” de “el calvo ese al que le chupas la polla para librarte de hacer ejercicio, ¡so vago!”, y ese mismo profesor siempre le restaba importancia a los ataques verbales, con sus típicas palmaditas en la espalda y sus nada convincentes: “no les escuches, hombre, que están bromeando”. Precisamente no era el único que prefería mirar hacia otro lado y no involucrarse en conflictos de adolescentes hormonalmente inestables: el resto de los docentes del centro estaban más ocupados en otros menesteres, como impartir temarios dentro de las aulas y corregir exámenes, y por eso no disponían de la energía necesaria para controlar a la manada de alborotadores que acosaban a otros chavales más apocados. En el caso de las compañeras, quizás eran más crueles con él: los chismorreos de turno en el patio de recreo realmente no le afectaban; la mayoría de cosas que escupía aquel grupito de estúpidas niñatas eran bulos que se inventaban con tanta imaginación, en su afán de acaparar la atención de los machos que cumplieran, o no, con sus exigencias y así marcar territorio frente al resto de hembras no populares; a lo que no se acostumbraba era a los inesperados empujones, patadas y puñetazos por parte del club de amigos y simpatizantes de aquellas que, con sus mentiras – “¡el muy baboso me ha mirado raro!”, “¡este cerdo ha intentado tocarme!” – nutrían una violencia sin sentido y que, con el tiempo, se recrudecería.

Sí. Costaba soportar aquel bachillerato de humillaciones. Estaba harto de “dame el dinero del bocata o te rajo, pedazo de cabrón”, harto de “por tu culpa hemos sido eliminados de los cuartos de final, ¡memo!”, harto de “deberías de estar muerto”.

“¡Te apesta la boca!”. Mientras se cepillaba los dientes, el reflejo le devolvía la imagen de un monstruo que no era aceptado por otros monstruos. Maldijo su cabello rubio, casi albino, sus orejas de soplillo, la nariz aguileña, las bolsas de los ojos, la boca carnosa. “¡Qué feo eres joder, pareces un puto elefante!”. En su interior había germinado la semilla del odio, semilla que ya se extendía por todo su ser hasta que se le retorcían las vísceras con cada “¡eres repulsivo, tío!”, “me pones enfermo, mamón” o “no mereces vivir”. Sintió un pinchazo agudo en el pecho desnudo: reconoció inmediatamente los síntomas. Se sentó en el váter: inspiró, espiró, profundamente, para controlar el ataque de ansiedad. Palpó costado y hombro: la costilla y la clavícula fracturadas por la caída de un barracón; esta era la supuesta versión oficial que despachó cuando fue asistido en el hospital, por temor a que familia y novia interpusieran denuncias con posibles represalias; pero la extraoficial era una golpiza brutal por parte de unos gamberros que lo acorralaron en un cuarto de baño y decidieron partirle los huesos porque corría el rumor de que había intentado besar a la novia de uno de ellos; las lesiones  parecían mejorar, pero, obviamente, existía riesgo de que empeoraran por el maltrato constante.

Remitida la taquicardia, se incorporó para proseguir con el aseo. Se enjuagó la boca, se peinó con gel fijador. “¿Sabes? Te pareces a Sid Vicious. Me encanta.”, le comentaba su novia, fan acérrima de los Sex Pistols. Él, naturalmente, no se encontraba el parecido, aunque le fascinaba el punk. Se perfumó con colonia, se secó las manos y salió del cuarto de baño. Arrojó la toalla a su cama aún deshecha. Sacó un disco de vinilo de la funda y encendió el tocadiscos. En los altavoces, los primeros acordes de Seventeen, su canción favorita del álbum. Subió el volumen. Y se dejó llevar, yendo de un lado para otro, canturreando “See my face, not a trace, no reality, oh I don´t work, I just speed…”, mientras ordenaba la estancia para evitar las regañinas de papá y mamá.

Cuando concluyó, abrió la ventana para recibir el aire fresco de la mañana. Se asomó al exterior: Un día espléndido. En el jardín se encontraba su padre, paseándose, distraído, con un café en la mano y en la otra el periódico. El perro, tan travieso, se revolcaba en el césped húmedo, y mordisqueaba la manguera, pero el padre, absorto en las noticias locales y en su taza, lo ignoró. Se topó con la mirada de la vecina de la casa de al lado, a la que saludó con un gesto de la mano aunque ella, que parecía sonrojarse, se escondió detrás de la cortina, aunque le devolvió el saludo; parecía simpática la chica, sí, lástima que por su delicado estado de salud – o eso decían al menos los del  vecindario – apenas saliera a la calle. De repente, apareció su madre que, en vez de regañarle por tener la música tan alta, salió disparada hacia el garaje: había que dejar al hermano pequeño en el colegio y era demasiado tarde. En efecto: el reloj de su mesita de noche indicaba que las clases empezarían dentro de veinte minutos, y el instituto se encontraba lejos. Pero aquel día optó por no tomar el autobús escolar: Quería caminar hacia su destino.

Se vistió con una camiseta negra, unos vaqueros ajustados y las deportivas desgastadas. Se abrigó con una chaqueta de cuero. Inspeccionó la mochila para asegurarse de que no le faltaba nada. Cuadernos, libros de texto, el estuche, el ejemplar de Las uvas de la ira que había tomado prestado de la biblioteca municipal, los cómics de la Patrulla X y Batman, una caja de tabaco para fumar a escondidas en el callejón, el disco de Nevermind que le había regalado su novia, pañuelos, una bolsa con un sándwich vegetal envuelto en papel y una caja de leche, la medicación y unos cuántos billetes y monedas por si tenía que comprar.  Y sí. Faltaba algo.

Se aproximó a su escritorio y sacó del primer cajón una carta. “Para mi ángel”, rezaba como destinataria. La besó. Del segundo cajón, extrajo una pistola con el tambor cargado y una cajita de balas. “Hoy, al fin, dejaré de ser elefante”, murmuró. Introdujo todo en la mochila, se la cargó a la espalda y salió de la habitación, esperanzado por ganarse el respeto que merecía después de años y años de menosprecios, insultos y palizas.

Ana Patricia Moya

Primer Premio del III Concurso de Relatos Artefacto

Ilustraciones: Dani Soon

DOS POEMAS INÉDITOS

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INSUMISIÓN

Estoy harta
de la ansiedad y de las infusiones
calientes para aplacarla
de la lentitud del calendario
de buscar empleo o algún curso
para adornar el currículum
de las tareas domésticas con aroma a amoniaco,
de los que fingen ser poetas
de los que regresan con la excusa
de “tú eres mi mejor error”,

por eso, firmo esta tregua
para ocupar un puesto en el bando
de los ignorantes durante un tiempo
y disfrutar de la tranquilidad que supone
no ser una misma.

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DIOSES DE BARRO

Los héroes del pueblo regresan exhaustos
al hogar por un sueldo miserable

lloran por el exilio de los hijos que aún confían
en los títulos que resguardan en sus maletas

con una sonrisa amarga comparten
la pensión, engañan al hambre
con pan duro o yogures caducados

renuncian al suicidio por amor

los héroes del pueblo no escriben
                                          no tienen voz

querido “poeta”: no puedes ser el protagonista
que predique la revolución desde un nido

tu única conciencia es el aplauso de los seguidores ciegos

los resilientes heredarán las ruinas de la tierra
y tú los efímeros momentos de gloria.

ANA PATRICIA MOYA

Imágenes: Meghan Howland

DOS POEMAS INÉDITOS

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DEFECTO

Durante años me hicieron creer
que yo no valía nada

                                      pero el tiempo es sabio
y me desvela que no se trata de mis manos:
es la ausencia de docilidad

                                      quieren nombres domesticados
                                      porque temen a los desbocados
                                      que rugen en libertad.

ANIMALES LASTIMADOS

        No se puede confiar
en aquellos que fingen interés
arrimando sus hocicos con saliva
que es puro veneno

        por eso, prefiero infectar mis heridas
lamiéndolas en soledad
        
        que yo sea la única causante
        de mi dolor.

mark-heine

ANA PATRICIA MOYA

Ilustraciones: Nikita Kaun \ Mark Heine.