Primera entrada de la sección poética «Que la vida iba en serio», centrada en poesía española contemporánea; con cinco poemas de Ángel Manuel Gómez Espada y fotografías de Alfonso Vila Francés.
PROYECTOS
TRES MICRORRELATOS INÉDITOS (Futuro, El Orgullo de Disney, Amistad)
FUTURO
Reconoció al fracasado que se reflejaba en aquel espejo tan sucio, al adicto a las bebidas energéticas y a los ansiolíticos, al ermitaño que se refugiaba entre temarios y libros de supuestos prácticos. Su cerebro estaba saturado de conceptos legales y técnicos, de esquemas, también de reproches -“¡tenías que haber estudiado una carrera con más salidas laborales!”, “¡no te estás esforzando lo suficiente, tienes que dedicarle más horas!”- y de consejos propios de metomentodos que no tienen ni puñetera idea del infierno al que se someten los aspirantes que se preparan para una hipotética plaza del funcionariado. Mientras contemplaba sus ojeras, su delgadez y sus primeras canas, reflexionó. ¿Aquello es lo que realmente quería? ¿Enclaustarse, drogarse para mantener un ritmo exigente, comer y dormir poco, aguantar la presión familiar por no cumplir unas expectativas? De nuevo, aquel dolor tan agudo. Se llevó la mano al pecho: taquicardia. Intentó calmarse. Algo dentro de él se rompía. Y, de repente, la respuesta. Se cercioró de que estaba completamente solo en aquellos baños; sacó de su mochila apuntes y frascos de pastillas, lo arrojó todo a la papelera metálica; extrajo del bolsillo de su pantalón un mechero y le prendió fuego. Apresurado, salió de la biblioteca. Ya en la calle, sonrió, satisfecho de su decisión. ¿Qué era lo que quería hacer? En ese momento, deseaba aprovechar el hermoso día primaveral tomándose una cerveza bien fresquita y una tapa en una terraza, algo que llevaba años sin hacer. ¿El futuro? Sólo sabía que, hiciera lo que hiciera, era incierto.
EL ORGULLO DE DISNEY
Papá y mamá contemplan a su preciosa hija, con sus dieciocho recién cumplidos, su vestido de alta costura, preparada para la fiesta de graduación; hija única, criada entre algodones, con la devoción de unos padres que la habían transformado en una auténtica princesa: educación en los mejores colegios femeninos; residencias en el extranjero para aprender idiomas; inscripciones en prestigiosos clubs para aprender protocolo y equitación, rodeada de amistades selectas. Mamá la abraza, predica su retahíla de sermones – “las señoritas no tienen vicios”, “las señoritas se reservan para el amor verdadero” y bla bla bla -, y papá le entrega un cheque con los suficientes ceros como para costearse caprichos, tales como drogas de diseño o la tercera operación de reconstrucción del himen. Ellos ignoran que la primogénita desgarró la burbuja en su adolescencia: no asumen que este siglo es de piratas y brujas con el corazón entre las piernas.
AMISTAD
Le conoció en un concurrido parque de las afueras de la ciudad: él, poeta treintañero, cargado de ilusiones, y su nuevo amigo, un anciano que había destacado en el ámbito poético de otra época. Todas las tardes, entre cafés fríos y cigarros, sentados en alguno de los bancos bajo los cipreses, dialogaban, con entusiasmo, sobre su gran pasión: la literatura. El muchacho disfrutaba con las entretenidas vicisitudes del maestro – así lo llamaba por respeto – acerca del complicado mundillo artístico de sus tiempos, que no difieren demasiado del actual, y el viejo escuchaba mil anécdotas acerca de la cultura local, sus entresijos, acaparada por una pandilla de niñatos que vivían del erario público. Un día de otoño, superada la desconfianza, el aspirante a rapsoda se atrevió a entregarle un manuscrito para ver si era factible su publicación pues había probado suerte en prestigiosos certámenes, sin éxito, y confiaba en que su experimentada amistad recurriese a contactos para apoyar a una joven promesa. En la despedida, el chico regresó a su hogar, y en su mirada, el brillo de la esperanza: quizás aquella era la gran oportunidad que estaba esperando para demostrar al mundo su talento. Por su parte, el maestro caminó hasta llegar al hospital; se detuvo frente a una papelera, arrojó aquella encuadernación fotocopiada que había supuesto semanas de trabajo por parte de un chaval con delirios de grandeza y más inspirado en la charlatanería que en lo realmente importante, que es escribir. “Sólo los locos poseen el don maldito de la poesía”, musitó cuando terminaba un cigarrillo y esperaba, paciente, a los dos enfermeros que, como cada noche, lo recogían para acompañarlo a su habitación situada en la planta de psiquiatría.
Textos: Ana Patricia Moya Imágenes: Philip Pearlstein
OFERTAS, otro poema inédito
I LATAS DE ATÚN (2 X 1) Frente al estante de las conservas no suelo tardar mucho en escoger siempre lo más barato sin embargo, en el amor, ya no me vale cualquiera para consumir esta soledad tan insípida. II FRUTA DE TEMPORADA Compro un cuarto de manzanas verdes -mis favoritas, tan ácidas- las conservo en el cajón del viejo frigorífico y me apuro en comérmelas pronto que todo se enfría, hasta pudrirse, como lo nuestro, que nació y murió sin nombre. III PESCADO FRESCO A diario, me cuentan novedades del panorama literario pero más me entusiasma la bajada de precios, cada día que pasa menos me interesan los fariseos de las letras y sus imperios y sobre este plato hay un filete de lenguado -un lujo que me permito cada tres semanas- hay más poesía.Ana Patricia Moya Imágenes: Megumi Toyosawa
LOS CUENTOS DEL NUNCA ACABAR, poema inédito
LOS CUENTOS DEL NUNCA ACABAR I Algunas tardes, me contaban cuentos casi idénticos a otros mil que (re)conozco son tan predecibles los mendigos del afecto el asunto acababa con un “vamos a mi casa” - o frase similar - y con mi “voy al baño, enseguida regreso” - o excusa similar - desaparecía sin dejar rastro - y jamás hubo reproches: somos fácilmente sustituibles - sin ganas de ser la anestesista de sus temores qué pereza daba participar algunas tardes en cuentos casi idénticos a otros mil que (re)conozco.
II Cuando quedaba algunas tardes para que me contaran cuentos casi idénticos a otros mil que (re)conozco, sólo tomaba un vaso de agua, ellos y ellas, tan escasos de sinceridad, yo, ahorrándome refrescos y cafés durante sus monólogos estériles porque prefería gastar el dinero en libros y fotocopias de apuntes, en el fondo, somos todos muy parecidos: somos igual de pobres y egoístas.![]()
III Controlaba durante los encuentros las manecillas del reloj más pendiente en que señalaran el límite de aguantar discursos de fariseos aunque disimulaba - siempre existía un atisbo de esperanza: de ahí la paciencia - alguna que otra vez recriminaban mi actitud sí, admito que fui maleducada, como vosotros, que sois hijos pródigos de Pinocho con feo y tosco corazón de madera hay tanto patetismo en mí como en vosotros de ahí la soledad porque los hombres y las mujeres que conocen su rumbo dan miedo: por eso, siempre estarán solos.![]()
IV Ya no quedo algunas tardes para que me cuenten cuentos casi idénticos a los otros mil que (re)conozco he pagado por mis errores de juventud ahora sólo malgasto mis horas en leer cómics, alquilar películas, o (intentar) masturbarme con la idea de una honestidad imposible en otras manos dignas del privilegio de mis caricias, sé que en todos los rincones ellos y ellas perseveran en la caza de solitarios - tantos damnificados por las filosofía Disney y la de convertir cuerpos en cosas con bultos y agujeros - el instinto de la perra vieja me advierte: el mundo se extinguirá con el último gesto de afecto entre hombres y mujeres, y por eso, porque estoy hasta el mismísimo coño de que me repitan los cuentos casi idénticos a otros mil que (re)conozco, yo ya sólo me trago los cuentos de los silencios incómodos, y los “no te podemos contratar porque tienes más de treinta”.ANA PATRICIA MOYA Ilustraciones: Hiroko Shiina
PORTADA DE PRÓXIMO LIBRO DE GROENLANDIA, EL POEMARIO «VÍSPERAS DE CASI NADA»
Autor: José Luis Martínez Clares
Cubierta: Jesús Miguel Horcajada
PRÓXIMAMENTE…
«ELEFANTE», RELATO GANADOR DEL III CONCURSO DE RELATO ARTEFACTO (PRIMER PREMIO)
ELEFANTE
“Teme a quien te teme, aunque él sea una mosca y tú un elefante”.
Muslih-Ud-Din Saadi
Frente al espejo, su rostro enrojecido a causa del acné, los prominentes lóbulos de las orejas, la nariz afilada. “¡Elefante, elefante!”. Extrajo del armario una cuchilla y un bote de espuma para afeitarse el escaso vello. Lo hacía para complacer a su chica, “estás más guapo sin ese horrible bigotillo”. “¡Eres un tonto del culo que todavía no tiene ni pelos en los huevos!”. Se cortó la mejilla derecha. Se lavó la sangrecilla con agua templada del lavabo y se cubrió la herida con un apósito. Rozó, con cuidado, el pómulo izquierdo. Se quejó: aún dolía. “Me chiflan tus cicatrices, cariño”, le confesaba siempre ella cuando se desnudaban en aquel paraíso de cortinas rosas, estanterías llenas de peluches y muñecos, con ese agradable aroma a vainilla dulzona, aroma que lo embriagaba hasta desfallecer en el colchón; el refugio de cuatro paredes con los pósters de los grupos Dire Straits y The Animals. Ella, sus pequeños senos, su cara pecosa, sus caderas estriadas, su pubis sin rasurar. Ella, la que después de hacer el amor, le llevaba a la cama una enorme bandeja con un delicioso desayuno – tostadas con mermelada, sirope de arce o mantequilla de cacahuete, zumo de naranja, plato de cereales de chocolate y crujientes galletas de nata – “para el chico más dulce del mundo”.
No importaba si su novia le hacía sentir tan especial. Él era un fracasado, un pringado. “No te la mereces, monstruo, ¡no sé qué ha visto en ti!”, le increpaban los muchachos cuando ella iba a recogerlo al instituto en su motocicleta. Y ella, tan encantadora, tan enamorada, lo consolaba cuando le colocaba el casco y lo besaba apasionadamente delante de aquella panda de cretinos que respondían con muecas de asco: “No les hagas caso, mi amor, tú eres hermoso, muy hermoso”. Sí. Ella y su magia para hacer más soportable la existencia, la única que los fines de semana lo transportaba a otro mundo, al de las miradas cómplices entre las sábanas perfumadas a suavizante, de los paseos soleados en el parque de la gran avenida para jugar con sus mascotas, a los días de lluvia en su apartamento, recostados en aquel sillón de piel, cubiertos por una manta, compartiendo un cuenco de palomitas, latas de refrescos o botellas de cerveza de importación para celebrar acontecimientos importantes. Sí. Ella era increíble. Era perfecta, a pesar de sus mosqueos cuando no conseguía controlar el mando de la consola y perdía todas las partidas al Pong, a sus pucheros cuando se resistía a ver películas de zombies en el cine, su innata capacidad para sacar de quicio cuando discutían acaloradamente sobre el futuro, sobre si estudiar ingeniería o artes en la universidad tal o cual. Sí. Era caprichosa, infantil y terca, pero la amaba tal y como era. Perfectamente imperfecta.
Sin embargo, la cruda realidad se manifestaba de lunes a viernes: Durante la jornada de rutinas escolares, los compañeros del instituto se la tenían jurada tan sólo porque sí. Le recordaban, a cada momento, el desprecio por un cuerpo que ellos consideraban deforme, también por su carácter reservado. Y es que él no era un precisamente un alumno modélico: había repetido curso en dos ocasiones, aunque siempre se empeñaba, con todos sus esfuerzos, en superar, a duras penas, la barrera del suficiente. Bajito, flacucho y desgarbado, no poseía habilidades para practicar algún deporte: siempre lo escogían el último para repartir los equipos. En clase de educación física, cuando tocaba fútbol, baloncesto o béisbol, los chicos más aptos del grupo procuraban sentarlo directamente al banquillo, para que no estorbara demasiado. Aparte de su torpeza, el asma y la anemia lo apartaban de las pistas, motivo por el cual suscitaba el recelo del resto de los chicos que, castigados por duras sesiones de entrenamiento, se mofaban de él, entre jadeos y abucheos, por ser el “niño bonito” de “el calvo ese al que le chupas la polla para librarte de hacer ejercicio, ¡so vago!”, y ese mismo profesor siempre le restaba importancia a los ataques verbales, con sus típicas palmaditas en la espalda y sus nada convincentes: “no les escuches, hombre, que están bromeando”. Precisamente no era el único que prefería mirar hacia otro lado y no involucrarse en conflictos de adolescentes hormonalmente inestables: el resto de los docentes del centro estaban más ocupados en otros menesteres, como impartir temarios dentro de las aulas y corregir exámenes, y por eso no disponían de la energía necesaria para controlar a la manada de alborotadores que acosaban a otros chavales más apocados. En el caso de las compañeras, quizás eran más crueles con él: los chismorreos de turno en el patio de recreo realmente no le afectaban; la mayoría de cosas que escupía aquel grupito de estúpidas niñatas eran bulos que se inventaban con tanta imaginación, en su afán de acaparar la atención de los machos que cumplieran, o no, con sus exigencias y así marcar territorio frente al resto de hembras no populares; a lo que no se acostumbraba era a los inesperados empujones, patadas y puñetazos por parte del club de amigos y simpatizantes de aquellas que, con sus mentiras – “¡el muy baboso me ha mirado raro!”, “¡este cerdo ha intentado tocarme!” – nutrían una violencia sin sentido y que, con el tiempo, se recrudecería.
Sí. Costaba soportar aquel bachillerato de humillaciones. Estaba harto de “dame el dinero del bocata o te rajo, pedazo de cabrón”, harto de “por tu culpa hemos sido eliminados de los cuartos de final, ¡memo!”, harto de “deberías de estar muerto”.
“¡Te apesta la boca!”. Mientras se cepillaba los dientes, el reflejo le devolvía la imagen de un monstruo que no era aceptado por otros monstruos. Maldijo su cabello rubio, casi albino, sus orejas de soplillo, la nariz aguileña, las bolsas de los ojos, la boca carnosa. “¡Qué feo eres joder, pareces un puto elefante!”. En su interior había germinado la semilla del odio, semilla que ya se extendía por todo su ser hasta que se le retorcían las vísceras con cada “¡eres repulsivo, tío!”, “me pones enfermo, mamón” o “no mereces vivir”. Sintió un pinchazo agudo en el pecho desnudo: reconoció inmediatamente los síntomas. Se sentó en el váter: inspiró, espiró, profundamente, para controlar el ataque de ansiedad. Palpó costado y hombro: la costilla y la clavícula fracturadas por la caída de un barracón; esta era la supuesta versión oficial que despachó cuando fue asistido en el hospital, por temor a que familia y novia interpusieran denuncias con posibles represalias; pero la extraoficial era una golpiza brutal por parte de unos gamberros que lo acorralaron en un cuarto de baño y decidieron partirle los huesos porque corría el rumor de que había intentado besar a la novia de uno de ellos; las lesiones parecían mejorar, pero, obviamente, existía riesgo de que empeoraran por el maltrato constante.
Remitida la taquicardia, se incorporó para proseguir con el aseo. Se enjuagó la boca, se peinó con gel fijador. “¿Sabes? Te pareces a Sid Vicious. Me encanta.”, le comentaba su novia, fan acérrima de los Sex Pistols. Él, naturalmente, no se encontraba el parecido, aunque le fascinaba el punk. Se perfumó con colonia, se secó las manos y salió del cuarto de baño. Arrojó la toalla a su cama aún deshecha. Sacó un disco de vinilo de la funda y encendió el tocadiscos. En los altavoces, los primeros acordes de Seventeen, su canción favorita del álbum. Subió el volumen. Y se dejó llevar, yendo de un lado para otro, canturreando “See my face, not a trace, no reality, oh I don´t work, I just speed…”, mientras ordenaba la estancia para evitar las regañinas de papá y mamá.
Cuando concluyó, abrió la ventana para recibir el aire fresco de la mañana. Se asomó al exterior: Un día espléndido. En el jardín se encontraba su padre, paseándose, distraído, con un café en la mano y en la otra el periódico. El perro, tan travieso, se revolcaba en el césped húmedo, y mordisqueaba la manguera, pero el padre, absorto en las noticias locales y en su taza, lo ignoró. Se topó con la mirada de la vecina de la casa de al lado, a la que saludó con un gesto de la mano aunque ella, que parecía sonrojarse, se escondió detrás de la cortina, aunque le devolvió el saludo; parecía simpática la chica, sí, lástima que por su delicado estado de salud – o eso decían al menos los del vecindario – apenas saliera a la calle. De repente, apareció su madre que, en vez de regañarle por tener la música tan alta, salió disparada hacia el garaje: había que dejar al hermano pequeño en el colegio y era demasiado tarde. En efecto: el reloj de su mesita de noche indicaba que las clases empezarían dentro de veinte minutos, y el instituto se encontraba lejos. Pero aquel día optó por no tomar el autobús escolar: Quería caminar hacia su destino.
Se vistió con una camiseta negra, unos vaqueros ajustados y las deportivas desgastadas. Se abrigó con una chaqueta de cuero. Inspeccionó la mochila para asegurarse de que no le faltaba nada. Cuadernos, libros de texto, el estuche, el ejemplar de Las uvas de la ira que había tomado prestado de la biblioteca municipal, los cómics de la Patrulla X y Batman, una caja de tabaco para fumar a escondidas en el callejón, el disco de Nevermind que le había regalado su novia, pañuelos, una bolsa con un sándwich vegetal envuelto en papel y una caja de leche, la medicación y unos cuántos billetes y monedas por si tenía que comprar. Y sí. Faltaba algo.
Se aproximó a su escritorio y sacó del primer cajón una carta. “Para mi ángel”, rezaba como destinataria. La besó. Del segundo cajón, extrajo una pistola con el tambor cargado y una cajita de balas. “Hoy, al fin, dejaré de ser elefante”, murmuró. Introdujo todo en la mochila, se la cargó a la espalda y salió de la habitación, esperanzado por ganarse el respeto que merecía después de años y años de menosprecios, insultos y palizas.
Ana Patricia Moya
Primer Premio del III Concurso de Relatos Artefacto
Ilustraciones: Dani Soon