TRES MICRORRELATOS, ASPIRANTES AL CONCURSO «LITERATURA A MIL»

6EL [INCONFESABLE] CRIMEN DE CHINASKY

El poeta se percató de que un inesperado visitante se coló por la ventana para posarse en la mesita de noche; desde el otro lado del despacho, sentado en el escritorio, observó al recién llegado. Extrajo del cajón un tosco pisapapeles para arrojárselo, con tal puntería, que impactó en el cuerpecito de la criatura que cayó, fulminada, al suelo. “Putos bichos”, masculló mientras colocaba un folio en el rodillo de la máquina de escribir. Horas después, el gato apareció en la habitación; merodeó el cadáver en su charquito de sangre, lo olisqueó para luego menospreciarlo. “Hasta mi gato detesta las metáforas”, murmuró; dejó de teclear sobre apuestas hípicas, empleos fáciles y pubis de mujeres para agarrar la botella de whisky escocés y brindar por el felino, más concentrado en lamer sus genitales que en el pájaro de precioso plumaje azul que alimentaría a las ratas de aquel apartamento ruinoso.

Si te ha gustado este microrrelato, puedes votar aquí:

http://www.hablandoconletras.es/signo-editores/inconfesable-crimen-chinasky-ana-p-m/

Jon-Jacobsen4EL ÚLTIMO HAIKU DEL POETA

Aquella pareja de gaijins demostrándose afecto con tanta pasión en la calle, ajenos a los escandalizados transeúntes, aún no acostumbrados a las decadentes costumbres occidentales, impactó al honorable maestro de haikus de la región. Esa fascinante visión supuso para el poeta el abandono de la senda de la literatura, para asombro de admiradores y detractores. Dejó de escribir los versos románticos que tanta fama le otorgaron en aquellos años gloriosos cuando la inspiración se desbordaba y dilapidó su fortuna en los placeres de prostíbulos de toda la península. Pocos meses después, enfermedades propias de los vicios corrompieron su cuerpo y acabó postrado en el futón de una miserable pensión, sin mostrar arrepentimiento por su licencioso estilo de vida. En su lecho de muerte, las últimas palabras que confesó a un íntimo amigo fue el epitafio del sepulcro que resguardarían sus restos: “el amor: hay que vivirlo, no escribirlo”.

Si te ha gustado este microrrelato, puedes votar aquí:

http://www.hablandoconletras.es/signo-editores/ultimo-haiku-del-poeta-ana-p-m/

William-Hundley2USER NONAME98272

Devoró la última galleta. Consciente de lo inevitable, chateó en el hilo del foro con otros hikikomori: “Cero provisiones: cuestión de horas”. Acarició sus muñecas: demasiado cobarde para suicidarse con el cúter. Llevaba días sin obtener información acerca de la epidemia que asolaba el exterior. El olor a restos de comida era insoportable. Resignado, se colocó la mascarilla, dispuesto a explorar fuera de la habitación: después de medio año aislado de una sociedad especialmente cruel con su generación, temblaba como un cachorrillo asustado. Abrió la puerta. Inspeccionó el pasillo. Bajó las escaleras: Ni rastro de su familia. Se dirigió a la calle. Caminó por el vecindario. Ni un alma. Sólo silencio. Observó el cielo, tan hermoso. Pensó, entre sollozos: “¿Seré el nuevo Adán?”. De repente, en el horizonte, el resplandor que anunciaba la extinción. Se arrodilló en el asfalto. Rezó por primera y última vez en su vida.

Si te ha gustado este microrrelato, puedes votar aquí:

http://www.hablandoconletras.es/signo-editores/user-noname98272-ana-p-m/

ANA PATRICIA MOYA

IMÁGENES: Kyle Thompson, Jon Jacobsen, William Hundley

DOS MICRORRELATOS INÉDITOS

RANDY MORA

FAUNA URBANA

Aquel hombre tan elegante subió al tren, con destino al centro de la ciudad. Al
acomodarse en su asiento, se desajustó la corbata, se secó el sudor de la frente con un pañuelo y la mancha de carmín del cuello. Sonrió, satisfecho: la cita con aquella atractiva señora había sido todo un éxito. El galán comprobó su teléfono móvil: recibió un mensaje de la mujer; en el mismo, aparte de agradecerle su puntualidad, le confesaba que se sentía impresionada por su actitud madura, a pesar de su juventud. Éste se limitó a teclear una contestación educada, indicando fecha y hora para reencontrarse. Al llegar a su parada, bajó, apresurado, en dirección al cuarto de baño. Cerró el pestillo de la puerta y comenzó a deshacerse del abrigo, traje de chaqueta, zapatos y la maleta de piel que guardó en la bolsa de viaje; de la misma, extrajo unos pantalones vaqueros, una roñosa camiseta publicitaria y unas deportivas sucias. Una vez vestido, frente al lavabo, se revolvió el cabello y se lavó las manos para eliminar los restos de la gomina. Al salir de la estación de metro, volvía a ser “empleado Juan”, tal y como reflejaba la placa de plástico que se colocó en su pecho, un repartidor de comida rápida a domicilio, con afición a disfrazarse de abogado interesante, soltero y exigente, un soñador que anhelaba una vida mejor al lado de alguna incauta que lo mantuviera. El pasaporte a la felicidad era caro: había que pagar con mentiras. Pero él ya estaba demasiado harto de trabajar horas extras, del miserable sueldo que percibía, de convivir con sus padres jubilados en un ridículo piso, y sobre todo, de tener colgado en la pared de su habitación un diploma universitario que le recordaba que era otro perdedor más.

RANDY MORA4

PRÍNCIPES Y PRINCESAS DEL SIGLO XXI

Entre copas, él presumía de ser un triunfador nato: independiente, emprendedor, generoso. Ella, entusiasmada, aplaudía las hazañas de aquel caballero curtido en mil batallas existenciales. Acabaron la noche, ebrios de alcohol y deseo, en la cama de él. Ella se despertó al amanecer, aturdida por los ruidos de una aspiradora que provenían de la habitación contigua, y sola: el amante se había marchado horas antes para sellar el cartón del paro. En la mesita de noche, una nota de horrible caligrafía; no indicaba algún número de teléfono para volver a contactar, sino una sentencia (“lo siento mucho, yo soy un príncipe, pero tú no serás jamás mi princesa”) y un postdata (“no molestes a mi madre, márchate enseguida”). No tardó mucho en vestirse para huir de aquel castillo ruinoso para dirigirse a un bar, pedir un café con leche y tomar unas pastillas para la resaca. “Otro bufón más”, musitó la mujer mientras subía al autobús que la alejaría de aquel barrio periférico. Durante el trayecto, pensó en anular todas las suscripciones de aplicaciones para conocer hombres interesantes. Sacó el teléfono móvil de su bolso: se entretuvo en inspeccionar perfiles en la pantalla táctil. Y cuando bajó en la parada próxima a su calle, ya tenía concertada una cita para aquella misma tarde con un nuevo aspirante que podría ser el definitivo.

Randy-Mora2

Ana Patricia Moya

Ilustraciones: collages de Randy Mora.

DOS RELATOS INÉDITOS (de terror)

sebenta1

ROBERTA FLACK

Aparto la cortina: tras el cristal de la ventana, el viento agita, furioso, los árboles; un relámpago lejano avisa de la próxima tormenta. Noto el frío en los huesos; apilo leña en la chimenea, le prendo fuego. Me aproximo al viejo tocadiscos; escojo mi LP favorito, coloco la aguja en el vinilo, y a los pocos segundos, la elegante voz de Roberta Flack, que resuena en los altavoces de la estancia. Embelesado por la hipnótica canción de la diva del soul -“I heard he sang a good song, I heard he had a style,  and so I came to see him, to listen for a while, and there he was, this young boy, a stranger to my eyes…”-, me encamino hacia la cocina, chasqueando los dedos. Mi estómago ruge: no he comido nada desde ayer, así que me preparo algo ligero: un sándwich de jamón, queso y lechuga; saco una cerveza del frigorífico y ceno tranquilamente, sentado en la tupida alfombra de la salita, observando las llamas danzarinas. Afuera, la lluvia cae con violencia: las cabezas disecadas de animales que decoran las paredes, los rocambolescos trofeos de los estantes y demás muebles de madera tiemblan. Me percato de que es muy tarde: el reloj de péndulo marca las once de la noche. Ya es la hora. Me incorporo; subo al máximo el volumen de la música, arrojo la lata vacía y los restos del plato al cubo de la basura; de la vinoteca, extraigo una botella, tomo una copa y compruebo que en el bolsillo de mi chaqueta tengo el paquete de tabaco y el mechero. Silbando, muy animado, cruzo el pasillo; bajo, despacio, las escaleras que me conducen al sótano. Enciendo el interruptor de la luz, y allí estás, recostado en la camilla, desnudo, amordazado, atado de pies y manos, apestando a sudor, orín y miedo. Los efectos de los somníferos ya han remitido: abres los párpados, y al percatarte de mi regreso lloriqueas. Me limito a contemplarte, sin articular palabra alguna; me enciendo un cigarro, y mientras se consume, medito; mientras, tú, tan nervioso, agitas tu cuerpo. De nada te va a servir que supliques. Aplasto lo que queda del pitillo en una plancha metálica y me decido al fin. Me sirvo una copa de vino; me pongo la bata, los guantes de látex, la mascarilla; me sitúo delante de la mesa de herramientas para escoger, de entre todo este material quirúrgico improvisado, las tenazas oxidadas; el pánico se apodera de ti, y te cagas encima. Pero el aroma a mierda no me va a disuadir: estoy más que preparado para impartir justicia. Sí, quiero ser tu verdugo, quiero que experimentes lo mismo que mi hijo, al que violaste y desmembraste por pura diversión. Voy a purificarte: despídete de tu polla y de tus testículos, hijo de la gran puta. Te vas a arrepentir de todos tus pecados. Un trago de este exquisito reserva que he conservado, desde hace tiempo, para celebrar este triunfo, y luego tu asquerosa sangre me salpicará mientras tatareo ese hermoso estribillo: “Strumming my pain with his fingers, singing my life with this words, killing me softly with this song, killing me softly with this song…”

SANTIAGO CARUSO

COLCHA MÁGICA

– ¿Echas de menos a papá y a mamá, cariño?

La niña, absorta en sus pensamientos, no respondió. Su tía le entregó su peluche favorito, y después de comprobar que la estufa estaba a máxima potencia, la cubrió con las sábanas. Consideró que su actitud se debía a la ausencia de sus padres, que llevaban varias semanas viajando por motivos laborales; le preocupaba su extraño comportamiento, impropia de una chiquilla risueña y parlanchina: desde que llegó al apartamento, hablaba lo justo, incluso algunas madrugadas la sorprendió deambulando por los pasillos de su hogar. Por eso intentó, de nuevo, sonsacarle los motivos de su malestar:

– ¿Te ha pasado algo en el colegio? – Le apartó el flequillo para besarla en la frente. – ¿Se ha vuelto a burlar de ti ese niño tonto de la clase B?

Su sobrina permaneció en silencio, cabizbaja: abrazó a su muñeco y suspiró. Resignada, decidió no insistir para no incomodar a la pequeña: ya tendría ocasión de discutir con su hermano y cuñada si existían problemas en la escuela que explicasen su sonambulismo.

Se le ocurrió una idea para intentar animarla.

– Vamos a hacer una cosa, ¿vale?

Salió de la habitación de invitados; al minuto, la mujer regresó, cargada con un enorme edredón de colores chillones; consiguió captar la atención de la niña, que dejó de distraerse con el juguete:

– ¿Sabes qué? ¡Esta colcha tan bonita es mágica! Me la regaló la abuela cuando yo tenía tu edad. – Sonrió, nostálgica: en efecto, a pesar de que tenía algunos remiendos por el desgaste, poseía un gran valor sentimental. – ¡Tiene el poder de protegerte de la tristeza! Siempre duermo con ella. Tócala, ¡mira qué chulada!

La chiquilla acarició el viejo cubrecama, de flores estampadas; la contempló, detenidamente: el diseño era horrible, pero al tacto era suave.

Despacito, apartó las manitas del edredón. Su rostro se tornó pálido. Su cuidadora se asustó:

– ¿Qué te ocurre?

Al fin, murmuró sus primeras palabras:

– No, tita, no.

Extrañada por la reacción de su sobrina, replicó:

– ¿Por qué no, nena? – Acarició su mejilla, con dulzura: parecía asustada.

– Tú lo necesitas…

La joven tragó saliva: no comprendía absolutamente nada.

– Entonces… ¿no la quieres?

La niña, desconfiada, negó con la cabeza.

Era demasiado tarde: el reloj marcaba las once y media. Mañana tocaba levantarse temprano para trabajar. “¡Cosas de críos!”, concluyó para sus adentros, agotada.

– ¿Sabes una cosa? Creo que ti te hace más falta, ¡princesita! Está noche vas a dormir de maravilla. – Estiró la colcha sobre su cuerpecito: la niña no rechistó. – Ahora, te voy a contar un cuento…

Treinta minutos después, con “y vivieron felices y comieron perdices”, la propietaria del piso se aseguró de que conciliaba el sueño; apagó la luz y salió de la habitación; exhausta, se derrumbó en el colchón.

A la nada, un sollozo infantil la alertó. La joven sintió un escalofrío que recorrió toda su espina dorsal; se incorporó, desconcertada; se llevó la mano a la garganta: le costaba respirar. Sintió una extraña opresión en el pecho.

La puerta de su cuarto chirrió; en el umbral, apareció la niña en pijama, temblando, arrastrando su juguete por el suelo; señaló a la muchacha con el dedo y balbuceó:

– No estás protegida, tita…

Y entonces ella notó como algo frío y viscoso que surgía debajo de su cama la agarraba del pie…

ANA PATRICIA MOYA

Imágenes: Olivier de Sagazan y Santiago Caruso.

DOS RELATOS INÉDITOS

Daniel-Clowes-ilustracion-ent

TENGO UNA PISTOLA

¿Sabéis? Tengo una pistola. La escondo en el cajón más recóndito del armario; la saco todos los días para limpiarla, a conciencia, con un trapo húmedo. Mi víctima de hoy es mi novio; bueno, mi ex novio, porque he cortado con él, y dentro de poco, vendrá a recoger sus cosas. Mira por dónde: ya está aporreando la puerta. Yo escondo el arma en el bolsillo trasero de mi pantalón; el muy cabrón arrogante, sin dirigirme la palabra, entra a la habitación, saca su maleta y empieza a llenarla con ropa, videojuegos, cómics y demás pertenencias. Yo le observo, furibunda; cuando concluye, ni siquiera abre la boca para despedirse de mí: se va directo del apartamento, con cierta prisa. Yo me asomo al pasillo exterior y veo como se aleja hacía las escaleras. Ha llegado la hora de poner punto y final. Saco la pistola. Apunto a su espalda, a traición. Lo mato. Lo mato en mi corazón. Lo mato en mi cerebro. Y no. No se ha escuchado un disparo de mi preciosa réplica de una Colt 45, tan sólo un simple click que ha asesinado a un capullo sin escrúpulos. Soy culpable, y no me arrepiento. Tantos gilipollas y tan pocas balas, no: tantos gilipollas y que sea ilegal cargárselos de un tiro, tiros que apilarían cadáveres de gilipollas innecesarios para este mundo estúpido. ¿Sabéis? Ya me está aburriendo esta pistolita de las narices; tenía que haberme comprado en la juguetería una metralleta de esas con sonido para haberle dado un buen susto a mi ex porque más susto me dio a mí cuando lo trinqué con mi mejor amiga en la cama.

116876-848-540

PATOS Y PALOMAS

Todos las mañanas, a la misma hora, el matrimonio de ancianos aparece en el parque del barrio; “otra vez los cansinos estos”: eso piensa Pablo, que observa a la pareja desde un columpio, con discreción; los abuelos, en su ritual, compran el periódico y palomitas en el kiosco; se aproximan a la zona ajardinada y se acomodan “en su banco, en el mismo de siempre, joder, parece que lo han alquilado de manera exclusiva”, objeta aquel hombre, balanceándose, sin perder detalle de ambos: ella, con su bolsita, cubierta con una toquilla de croché para protegerse del fresco, da de comer a las palomas que merodean a su alrededor y a los patos que salen del estanque para picotear las generosas cantidades de maíz que arroja al suelo; él, con gabardina y boina, atusándose el bigote, lee la prensa local, concentrado; “y se tiran así horas y horas, en silencio, tan aburridos”; en efecto, Pablo, vecino del lugar y asiduo visitante de aquel lugar tan poco concurrido a esas horas tempranas, sabe que estos jubilados estarán hasta el mediodía así, sentados, sin mirarse siquiera. “Qué deprimente”, asevera Pablo, hasta que el habitual gesto tierno entre ambos se produce (el señor entrelaza su mano con la de su esposa, ella le sonríe, cómplice) y el despectivo “ya no aguanto la cursilería, me va a subir el puto azúcar” que murmura para sus adentros; se levanta del columpio, bruscamente; enfurruñado, saca del bolsillo de su chaqueta los papeles del divorcio que rompe en varios trozos y los tira en la papelera, asqueado; se ve obligado a pedir prestado dinero a un buen amigo para pagar la pensión de sus hijos; la imagen de los viejos, le fastidiaba: una de sus antiguas aspiraciones era envejecer al lado de la mujer que siempre quiso, la misma arpía que le fue infiel y le arrebató la custodia de los niños. Sabe que la soledad no es tan soportable como la rutina del amor. Decide marcharse y perder el tiempo en caminar, sin rumbo fijo, por la ciudad; y, de nuevo, se queda con las ganas de acercarse a la conmovedora parejita y preguntarles: “¿cuál es el secreto?”.

ANA PATRICIA MOYA

Ilustraciones: Daniel Clowes

UN RELATO EN REVISTA LITERARIA VISOR (NÚMERO CINCO)

revista visor portada 5

APARIENCIA

El marido se levanta temprano: tiene una importante entrevista de trabajo. Su mujer, entusiasta, le anima; si le contratan en la empresa, su existencia cambiaría radicalmente: podrían afrontar la hipoteca, las deudas que se amontonan en el buzón, incluso mudarse a un piso más grande que el suyo y en el que se encontraba hacinada la familia. Él, más pragmático, prefiere no ilusionarse, es consciente de que con cincuenta y tantos, en la situación del mercado laboral, no se propicia el reclutamiento de personas con tanta edad y experiencia. Dos años y medio en el paro marcan, pero tal y como le recuerda su esposa mientras saca del armario un elegante traje de chaqueta con corbata que sólo se utiliza para eventos importantes, tales como bodas o comuniones: hay que resistir, agarrarse a la oportunidad como si se tratara de un clavo ardiendo, que el subsidio se agota, y que sea lo que Dios quiera. La abuela despierta a los críos, quejumbrosos por el escaso desayuno (un vaso de leche y unas galletas) y la falta de ganas de asistir a la escuela. Le piden a la madre dinero para el almuerzo del recreo, y como hasta el viernes no entra nada en la casa, los ilusiona con el bocadillo de jamón serrano más grande que jamás hayan visto, con su buen aceite de oliva y su tomate, para que presuman en el patio del colegio frente a los maleducados que se ríen de ellos, con sus crueles: “¡son unos niños pobres, son unos niños pobres!”. Se marcha el padre con sus hijos; el abuelo sigue roncando profundamente desde la litera; la suegra, aplicada, limpia los baños mientras la madre recoge la cocina y el comedor. Al finalizar las tareas domésticas, la abuela, antes de marcharse a la residencia para jugar a las cartas o al bingo con sus amigas, entrega a la madre un sobre con billetes para ir al mercado. La señora resguarda el sobre en el bolso, agarra el carrito de la compra e introduce una bolsa de basura, enorme, en su interior, con cuidado de que la abuela o el abuelo, recién levantado para tomar su vermú en el bar de la esquina y preparado para una interminable partida de dominó, la pillen. Sale a la calle, apresurada, rumbo a uno de sus sitios favoritos; entra en el edificio, se refugia en los aseos, extrae del carrito la bolsa negra y, de la misma, un abrigo de piel de zorro auténtico y un collar de perlas auténtico, herencias de la madre, que Dios la tenga en su gloria; maquillaje de marca y perfume caro, detalles valiosos del marido por aniversario de boda. Se arregla, a conciencia; coloca un papel de “averiado” en la puerta del aseo para esconder el carrito, y se pasea por el Corte Inglés, con su disfraz de mujer de alta alcurnia, recorriendo los pasillos, con la cabeza bien alta, apreciando el género, las ofertas, charlando con las clientas o las dependientas. Cuando llega la hora de recogerse, la mujer vuelve al cuarto de baño para transformarse en maruja de clase obrera. Con discreción para que los guardias de seguridad no descubran su secretillo, sale del centro comercial, rumbo al mercado del barrio, para aprovechar los buenos precios del pescado fresco o la fruta a granel. Le urge terminar pronto porque espera una llamada de teléfono para exigir sus servicios como limpiadora a domicilio, trabajo que hace algunas tardes para sacarse un jornal de cuantía poco elevada, pero suficiente para complementar la ayuda por desempleo.

Ni el padre, ni los niños, ni los abuelos saben en qué se entretiene la madre algunas mañanas; nadie sospecha qué hace esa mujer risueña que se divierte con las visitas a esos grandes almacenes para jugar a las damas distinguidas; porque ella no pierde la esperanza, porque sabe que algún día, y no muy lejano, la suerte se volcará con su familia, y podrá ir a comprar al Corte Inglés las veces que le plazca, y siempre se presentará allí agarrada al brazo de su santo esposo y acompañada de sus hijos, con su abrigo de visón que olerá a Christian Dior, exhibiendo sus joyas doradas de diseño italiano, luciendo una amplia sonrisa que demuestre con honestidad al mundo que no sólo es una señora en apariencia: la clase se lleva por dentro, y ella, que insufla valor a su esposo para que no decaiga, que se sacrifica para alimentar a sus vástagos, que auxilia a sus mayores con todo el cariño y que conoce la humildad absoluta, lo sabe. Lo sabe. Mejor que nadie.

ANA PATRICIA MOYA

http://issuu.com/visorliteraria/docs/revista_literaria_visor_-_n___5

RELATO FINALISTA DEL I CERTAMEN DE POESÍA Y MICRORRELATO (DÍNAMO POÉTICA)

DSCF3769

LO QUE NOS ENSEÑARON LOS CÓMICS

 Un callejón oscuro de barrio conflictivo: dos delincuentes asaltan a una mujer; uno le arrebata el bolso, el otro intenta forzarla. De repente, una sombra aterriza, y su puño le parte la mandíbula al violador y se desploma; la señora se desmaya; el ladrón no reacciona a tiempo, y recibe una patada en el estómago; el agresor, ataviado con gabardina mugrosa, sombrero y máscara se presenta: “Soy Darkman, y este es mi bautismo de fuego, seré el azote del mal y…”; su voz se quiebra: el otro chorizo le clava una navaja en la espalda; su compañero consigue incorporarse y dispara al desdichado salvador. Sirenas de coches patrulla anuncian la retirada; los últimos pensamientos del moribundo: ¿qué ha podido fallar, si la justicia siempre vence? ¿Qué coño nos enseñan los cómics? Nada: sólo son ficción para entretener a antisociales freaks con acné. Escupe sangre. La leyenda temprana expira.

ANA PATRICIA MOYA