PODER
Te sientas en la silla. Quítate la dentadura. Obedeces sin rechistar. Deja que te ponga el babero. Te muestro la cuchara. Vas a comértelo todo. La papilla de verdura entra en tu boca. Tragas. Eso es, muy bien, venga, otra. Vuelves a tragar. Abre más la boca. Así haces. Así hacía yo cuando me colocabas entre tus piernas y sí, podría meterte la cuchara hasta la garganta, como tú hacías. En tu paladar, el sabor de la derrota: me observas con tus ojos hundidos, en silencio. Ya no reconoces a la niña de la que abusabas: ya sólo te queda esta triste enfermedad senil. Te limpio con una servilleta las comisuras de los labios. Ahora tengo poder sobre ti. Retiro el plato vacío. Podría envenenarte, podría agarrar tu cuello y apretar hasta la asfixia. Saco de la nevera una pieza de fruta, la corto en pedazos pequeños. Con este cuchillo clavado en tu pecho podría cortar de raíz con el pasado. Coloco en tus manos temblorosas los trocitos de manzana. Los masticas despacio. Yo me limito a recoger el mantel y limpiar la mesa con un trapo. No son los malditos lazos de sangre los que me impiden matarte: cuando el poder se convierte en misericordia, ya sólo te queda el olvido.
GLORIA
Pequeño homenaje a David Rubín
Soy un dios reencarnado en el cuerpo de un gigantesco monstruo que llega a la ciudad gris dispuesto a arrasar con todo. Mi entrada es triunfal: con mi cola destrozo edificios de las zonas ministeriales y bancos; pisoteo complejos residenciales, apartamentos y coches lujosos de la costa; con mis afiladas garras atrapo a infelices trajeados para devorarlos de un bocado. Siembro el caos, el pánico y la destrucción hasta que el director, eufórico, grita: “¡muy buena toma, corten!”. Mis compañeros y yo, agotados del rodaje, abandonamos el plató con sus decorados de cartón piedra y plástico. Ya en el camerino, me desprendo de la máscara de reptil mutante para limpiarme el sudor. Me miro al espejo: recupero mi identidad como ciudadano anónimo. Reviso el teléfono móvil: no espero llamadas de mi representante, tampoco ninguna oferta interesante; sólo quiero asegurarme de que me han ingresado la nómina para ir a comprar al supermercado. Suspiro: por hoy, la gloria ha concluido y será retransmitida en la televisión para diversión de niños y no tan niños.
WELCOME TO THE REAL WORLD
“Ánimo”, se dice a sí misma cuando se aproxima el primer cliente. Saludo educado con sonrisa forzada; uno a uno, va colocando los productos en la cinta transportadora para pasarlos por el lector; de repente, un pitido que índica no reconocer el código de barras de una lata de tomate en oferta; teclea, torpe, los números en la caja registradora. ERROR. Otro intento. ERROR. “Mierda”, murmura ante la mirada de aquel hombre que deja de extraer cosas del carrito de la compra. El orgullo no le permite excusarse con “perdone usted, es mi primer día”. La máquina no da su brazo a torcer: ERROR. Con los dedos temblorosos, marca el teléfono del supervisor; aumenta la fila de personas impacientes, algunas resoplan por la incompetencia de la recién incorporada al puesto, otras miran sus relojes de muñeca. El superior se retrasa y ella se siente pequeña; se traga las lágrimas, pero se mantiene firme: “es más fácil escribir”. Sí. Es muy sencillo escribir poemas, pero publicar libros, ganar premios literarios, convertirse en una promesa de tu generación y formar parte de una élite que reparte entradas al parnaso literario a cambio de tu honor no lo es tanto. No, tampoco es fácil sobrevivir en la realidad con sudor, dolores de espalda y cabeza. Allí, indefensa y humillada, es sólo una empleada más que tendrá que aguantar la desaprobación de jefes explotadores y clientes desagradables, broncas con compañeros que no dudarán en pisotearle el cuello en un descuido, horarios abusivos y un sueldo miserable. Dentro de aquel supermercado, la poeta se siente indigna, pero las malditas facturas no se pagan. con el talento. Welcome, poeta, welcome to the real world.
Ana Patricia Moya
Fotografía: Weronika Gesicka