TRES RELATOS (PRIMERA PARTE, NUEVO PROYECTO)

TODO SE RESUELVE CON UNAS OPOSICIONES

De madrugada, te abraza la sombra de la hipoteca, y luego, tu chica, con esas ojeras que son idénticas a las tuyas: las huellas de la incertidumbre. El desayuno se te atraganta – sólo galletas de un paquete caducado y pan tostado con mantequilla – por las confidencias en la ridícula cocina: se plantea la necesidad de formalizar burocráticamente que os queréis desde hace años en un juzgado – tu madre, tan tradicional, anhela como testigo de la unión un cura -, pero no hay dinero, no hay tiempo, no hay ganas. Tu pareja refunfuña al revisar el teléfono móvil: le toca lidiar con su empleo – fregar suelos para familias que racanean con su salario -, y tú te adosarás a un escritorio repasando temarios – para este año, ampliados para joder aún más la voluntad y el bolsillo -, durante horas, sólo interrumpidas por las ganas de ir al baño o para beber refrescos energéticos o café para aguantar. Todo lo memorizado se agolpa en tu cabeza y te provoca una migraña que combates con pastillas; luego, tu estómago te avisa de que tienes cuarenta minutos exactos para almorzar algo, ducharte, arreglarte y volar hacia el bar donde haces equilibrios con la bandeja a cambio de unos euros y soportas las amenazas del propietario del negocio – “la cosa está muy mala”: su pretexto favorito -. A las doce y media de la noche, con dolor de huesos – te ha tocado atender a los gañanes que han ido a ver el penúltimo partido de fútbol de la temporada – regresas al cubículo que llamas hogar y allí está tu novia, acurrada en el sillón, sollozando. Tembláis con la confesión “tengo un retraso”. Y te cagas en los muertos de los condones baratos de los chinos y te vuelves creyente de todo el santoral, los mismos santos que adornan las estampitas que te regala la devota de tu abuela para que te ayuden a conseguir esa plaza de una puta vez. El disgusto os quita las ganas de cenar – tampoco hay gran cosa en la nevera – y os acostáis deprimidos, sin ganas de amor. La derrotada mujer con la que compartes cama desde la adolescencia, a tu lado, se duerme entre lágrimas; tú le agarras la mano con firmeza, y la calidez te hace sentir un poco más humano. El miedo te lleva al insomnio, y del insomnio, a la reflexión: ¿vale la pena luchar? “Si quieres prosperar en la vida, estudia oposiciones”. La gran frase de los progenitores. Pero, como bien sabes desde que terminaste la licenciatura, no siempre los padres tienen razón.

VASO DE BOURBON

Otro pequeño homenaje a Miguelanxo Prado

Después de hacer el amor, me invitas a tomar un bourbon. Observo la botella: sí, es de reserva. Te pregunto que cómo puedes permitirte tal lujo, y tú respondes que es el regalo de un íntimo amigo. Me sirves un poco, te recuestas a mi lado y me recitas un poema tuyo. Sí, es precioso: no hace falta que te recuerde que tienes un talento extraordinario y que todo, absolutamente todo lo que sale de tus maravillosas manos, me encanta. Sin embargo, yo sigo aún preocupada por esa cuestión del empleo de dependiente que te ofrecieron en la ferretería y te digo que qué harás al respecto. El tema te incomoda, bien lo sé, y desvías la conversación hacia la literatura de tus adorados escritores malditos. Vuelvo a insistir, y tu buen humor desaparece: me gritas que tú has nacido para ser el mejor de los poetas y que sería un desprestigio aceptar un puesto tan vulgar en una tiendecilla de barrio. Suspiro, doy un trago a mi vaso, y no, no voy a reprocharte nada. Me levanto de la cama para vestirme mientras tú sigues con tu apasionado discurso sobre principios, pero yo, que estoy muy cansada de tu estúpido orgullo te ignoro. Antes de marcharme, clavo mis ojos en los tuyos, llenos de rabia, y no, no me despido de ti: al cerrar la puerta de tu desastroso apartamento, me juro a mí misma no regresar a tus brazos… aunque mi corazón desea que bajes de tu maldita torre de marfil, que tus pies caminen sobre el terreno de una realidad a la que no le importa el hermoso pero inútil arte de los versos. A nadie le interesa lo que tú sientas. A nadie. Ni a mí tampoco.

BRAGAS

A mi lado, está ella, durmiendo profundamente; me gusta contemplarla mientras sueña, pero jamás se lo voy a confesar. La habitación es un desastre: nuestras bragas y sujetadores encima de la mesita de noche, otras prendas desperdigadas por todo el suelo de mi habitación, hasta hay restos de una botella de vino rota bajo el escritorio. Salgo de la cama, me visto con una bata y me voy a la cocina a por café. A mi regreso, me la encuentro ya levantada, bostezando con energía y estirándose. Yo me apoyo en la pared, y la observo embobada: a mis ojos es una mujer bellísima, a pesar de su estatura, su barriguita y sus marcadas estrías. Sí: las imperfecciones me resultan de lo más erótico, y me encanta mirarla. Ella me gusta, y lo sabe. Me sonríe, presumida, y comienza a vestirse. Le ofrezco a que se quede en la cama todo el día si le apetece… ella dice no. Le invito a un almuerzo con los amigos… y rechaza la proposición educadamente. No sé por qué me molesto en insistir, siempre obtengo una negativa por respuesta, pero bueno… la fuerza de la costumbre, quizás. Termina de arreglarse; le da un sorbito a mi taza, me besa en los labios y prometemos vernos el próximo fin de semana. Con el portazo de despedida, otra vez la soledad se instala entre estas cuatro paredes. Después de recoger los cristales, con cuidado, me siento en la cama. Aspiro fuerte por la nariz: acaricio con resignación esas sábanas impregnadas de su fragancia, fragancia que perdurará durante horas. Sí: posiblemente sea una egoísta. Todo es sexo. Estuvo claro desde el primer momento. A pesar de que llevamos meses acostándonos, somos dos perfectas desconocidas. El roce no hace el cariño: hace el placer. Ella se limita a entregarme la piel abierta y evita que le acaricie el corazón. Sí, es egoísta. Muy egoísta. Pero también pienso que yo también soy egoísta por pretender quererla.

Ana Patricia Moya

Fotografía: Maleonn

TRES MICRORRELATOS, ASPIRANTES AL CONCURSO «LITERATURA A MIL»

6EL [INCONFESABLE] CRIMEN DE CHINASKY

El poeta se percató de que un inesperado visitante se coló por la ventana para posarse en la mesita de noche; desde el otro lado del despacho, sentado en el escritorio, observó al recién llegado. Extrajo del cajón un tosco pisapapeles para arrojárselo, con tal puntería, que impactó en el cuerpecito de la criatura que cayó, fulminada, al suelo. “Putos bichos”, masculló mientras colocaba un folio en el rodillo de la máquina de escribir. Horas después, el gato apareció en la habitación; merodeó el cadáver en su charquito de sangre, lo olisqueó para luego menospreciarlo. “Hasta mi gato detesta las metáforas”, murmuró; dejó de teclear sobre apuestas hípicas, empleos fáciles y pubis de mujeres para agarrar la botella de whisky escocés y brindar por el felino, más concentrado en lamer sus genitales que en el pájaro de precioso plumaje azul que alimentaría a las ratas de aquel apartamento ruinoso.

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Jon-Jacobsen4EL ÚLTIMO HAIKU DEL POETA

Aquella pareja de gaijins demostrándose afecto con tanta pasión en la calle, ajenos a los escandalizados transeúntes, aún no acostumbrados a las decadentes costumbres occidentales, impactó al honorable maestro de haikus de la región. Esa fascinante visión supuso para el poeta el abandono de la senda de la literatura, para asombro de admiradores y detractores. Dejó de escribir los versos románticos que tanta fama le otorgaron en aquellos años gloriosos cuando la inspiración se desbordaba y dilapidó su fortuna en los placeres de prostíbulos de toda la península. Pocos meses después, enfermedades propias de los vicios corrompieron su cuerpo y acabó postrado en el futón de una miserable pensión, sin mostrar arrepentimiento por su licencioso estilo de vida. En su lecho de muerte, las últimas palabras que confesó a un íntimo amigo fue el epitafio del sepulcro que resguardarían sus restos: “el amor: hay que vivirlo, no escribirlo”.

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William-Hundley2USER NONAME98272

Devoró la última galleta. Consciente de lo inevitable, chateó en el hilo del foro con otros hikikomori: “Cero provisiones: cuestión de horas”. Acarició sus muñecas: demasiado cobarde para suicidarse con el cúter. Llevaba días sin obtener información acerca de la epidemia que asolaba el exterior. El olor a restos de comida era insoportable. Resignado, se colocó la mascarilla, dispuesto a explorar fuera de la habitación: después de medio año aislado de una sociedad especialmente cruel con su generación, temblaba como un cachorrillo asustado. Abrió la puerta. Inspeccionó el pasillo. Bajó las escaleras: Ni rastro de su familia. Se dirigió a la calle. Caminó por el vecindario. Ni un alma. Sólo silencio. Observó el cielo, tan hermoso. Pensó, entre sollozos: “¿Seré el nuevo Adán?”. De repente, en el horizonte, el resplandor que anunciaba la extinción. Se arrodilló en el asfalto. Rezó por primera y última vez en su vida.

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ANA PATRICIA MOYA

IMÁGENES: Kyle Thompson, Jon Jacobsen, William Hundley

DOS MICRORRELATOS INÉDITOS

RANDY MORA

FAUNA URBANA

Aquel hombre tan elegante subió al tren, con destino al centro de la ciudad. Al
acomodarse en su asiento, se desajustó la corbata, se secó el sudor de la frente con un pañuelo y la mancha de carmín del cuello. Sonrió, satisfecho: la cita con aquella atractiva señora había sido todo un éxito. El galán comprobó su teléfono móvil: recibió un mensaje de la mujer; en el mismo, aparte de agradecerle su puntualidad, le confesaba que se sentía impresionada por su actitud madura, a pesar de su juventud. Éste se limitó a teclear una contestación educada, indicando fecha y hora para reencontrarse. Al llegar a su parada, bajó, apresurado, en dirección al cuarto de baño. Cerró el pestillo de la puerta y comenzó a deshacerse del abrigo, traje de chaqueta, zapatos y la maleta de piel que guardó en la bolsa de viaje; de la misma, extrajo unos pantalones vaqueros, una roñosa camiseta publicitaria y unas deportivas sucias. Una vez vestido, frente al lavabo, se revolvió el cabello y se lavó las manos para eliminar los restos de la gomina. Al salir de la estación de metro, volvía a ser “empleado Juan”, tal y como reflejaba la placa de plástico que se colocó en su pecho, un repartidor de comida rápida a domicilio, con afición a disfrazarse de abogado interesante, soltero y exigente, un soñador que anhelaba una vida mejor al lado de alguna incauta que lo mantuviera. El pasaporte a la felicidad era caro: había que pagar con mentiras. Pero él ya estaba demasiado harto de trabajar horas extras, del miserable sueldo que percibía, de convivir con sus padres jubilados en un ridículo piso, y sobre todo, de tener colgado en la pared de su habitación un diploma universitario que le recordaba que era otro perdedor más.

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PRÍNCIPES Y PRINCESAS DEL SIGLO XXI

Entre copas, él presumía de ser un triunfador nato: independiente, emprendedor, generoso. Ella, entusiasmada, aplaudía las hazañas de aquel caballero curtido en mil batallas existenciales. Acabaron la noche, ebrios de alcohol y deseo, en la cama de él. Ella se despertó al amanecer, aturdida por los ruidos de una aspiradora que provenían de la habitación contigua, y sola: el amante se había marchado horas antes para sellar el cartón del paro. En la mesita de noche, una nota de horrible caligrafía; no indicaba algún número de teléfono para volver a contactar, sino una sentencia (“lo siento mucho, yo soy un príncipe, pero tú no serás jamás mi princesa”) y un postdata (“no molestes a mi madre, márchate enseguida”). No tardó mucho en vestirse para huir de aquel castillo ruinoso para dirigirse a un bar, pedir un café con leche y tomar unas pastillas para la resaca. “Otro bufón más”, musitó la mujer mientras subía al autobús que la alejaría de aquel barrio periférico. Durante el trayecto, pensó en anular todas las suscripciones de aplicaciones para conocer hombres interesantes. Sacó el teléfono móvil de su bolso: se entretuvo en inspeccionar perfiles en la pantalla táctil. Y cuando bajó en la parada próxima a su calle, ya tenía concertada una cita para aquella misma tarde con un nuevo aspirante que podría ser el definitivo.

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Ana Patricia Moya

Ilustraciones: collages de Randy Mora.

DOS RELATOS INÉDITOS

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TENGO UNA PISTOLA

¿Sabéis? Tengo una pistola. La escondo en el cajón más recóndito del armario; la saco todos los días para limpiarla, a conciencia, con un trapo húmedo. Mi víctima de hoy es mi novio; bueno, mi ex novio, porque he cortado con él, y dentro de poco, vendrá a recoger sus cosas. Mira por dónde: ya está aporreando la puerta. Yo escondo el arma en el bolsillo trasero de mi pantalón; el muy cabrón arrogante, sin dirigirme la palabra, entra a la habitación, saca su maleta y empieza a llenarla con ropa, videojuegos, cómics y demás pertenencias. Yo le observo, furibunda; cuando concluye, ni siquiera abre la boca para despedirse de mí: se va directo del apartamento, con cierta prisa. Yo me asomo al pasillo exterior y veo como se aleja hacía las escaleras. Ha llegado la hora de poner punto y final. Saco la pistola. Apunto a su espalda, a traición. Lo mato. Lo mato en mi corazón. Lo mato en mi cerebro. Y no. No se ha escuchado un disparo de mi preciosa réplica de una Colt 45, tan sólo un simple click que ha asesinado a un capullo sin escrúpulos. Soy culpable, y no me arrepiento. Tantos gilipollas y tan pocas balas, no: tantos gilipollas y que sea ilegal cargárselos de un tiro, tiros que apilarían cadáveres de gilipollas innecesarios para este mundo estúpido. ¿Sabéis? Ya me está aburriendo esta pistolita de las narices; tenía que haberme comprado en la juguetería una metralleta de esas con sonido para haberle dado un buen susto a mi ex porque más susto me dio a mí cuando lo trinqué con mi mejor amiga en la cama.

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PATOS Y PALOMAS

Todos las mañanas, a la misma hora, el matrimonio de ancianos aparece en el parque del barrio; “otra vez los cansinos estos”: eso piensa Pablo, que observa a la pareja desde un columpio, con discreción; los abuelos, en su ritual, compran el periódico y palomitas en el kiosco; se aproximan a la zona ajardinada y se acomodan “en su banco, en el mismo de siempre, joder, parece que lo han alquilado de manera exclusiva”, objeta aquel hombre, balanceándose, sin perder detalle de ambos: ella, con su bolsita, cubierta con una toquilla de croché para protegerse del fresco, da de comer a las palomas que merodean a su alrededor y a los patos que salen del estanque para picotear las generosas cantidades de maíz que arroja al suelo; él, con gabardina y boina, atusándose el bigote, lee la prensa local, concentrado; “y se tiran así horas y horas, en silencio, tan aburridos”; en efecto, Pablo, vecino del lugar y asiduo visitante de aquel lugar tan poco concurrido a esas horas tempranas, sabe que estos jubilados estarán hasta el mediodía así, sentados, sin mirarse siquiera. “Qué deprimente”, asevera Pablo, hasta que el habitual gesto tierno entre ambos se produce (el señor entrelaza su mano con la de su esposa, ella le sonríe, cómplice) y el despectivo “ya no aguanto la cursilería, me va a subir el puto azúcar” que murmura para sus adentros; se levanta del columpio, bruscamente; enfurruñado, saca del bolsillo de su chaqueta los papeles del divorcio que rompe en varios trozos y los tira en la papelera, asqueado; se ve obligado a pedir prestado dinero a un buen amigo para pagar la pensión de sus hijos; la imagen de los viejos, le fastidiaba: una de sus antiguas aspiraciones era envejecer al lado de la mujer que siempre quiso, la misma arpía que le fue infiel y le arrebató la custodia de los niños. Sabe que la soledad no es tan soportable como la rutina del amor. Decide marcharse y perder el tiempo en caminar, sin rumbo fijo, por la ciudad; y, de nuevo, se queda con las ganas de acercarse a la conmovedora parejita y preguntarles: “¿cuál es el secreto?”.

ANA PATRICIA MOYA

Ilustraciones: Daniel Clowes

UN RELATO EN REVISTA LITERARIA VISOR (NÚMERO CINCO)

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APARIENCIA

El marido se levanta temprano: tiene una importante entrevista de trabajo. Su mujer, entusiasta, le anima; si le contratan en la empresa, su existencia cambiaría radicalmente: podrían afrontar la hipoteca, las deudas que se amontonan en el buzón, incluso mudarse a un piso más grande que el suyo y en el que se encontraba hacinada la familia. Él, más pragmático, prefiere no ilusionarse, es consciente de que con cincuenta y tantos, en la situación del mercado laboral, no se propicia el reclutamiento de personas con tanta edad y experiencia. Dos años y medio en el paro marcan, pero tal y como le recuerda su esposa mientras saca del armario un elegante traje de chaqueta con corbata que sólo se utiliza para eventos importantes, tales como bodas o comuniones: hay que resistir, agarrarse a la oportunidad como si se tratara de un clavo ardiendo, que el subsidio se agota, y que sea lo que Dios quiera. La abuela despierta a los críos, quejumbrosos por el escaso desayuno (un vaso de leche y unas galletas) y la falta de ganas de asistir a la escuela. Le piden a la madre dinero para el almuerzo del recreo, y como hasta el viernes no entra nada en la casa, los ilusiona con el bocadillo de jamón serrano más grande que jamás hayan visto, con su buen aceite de oliva y su tomate, para que presuman en el patio del colegio frente a los maleducados que se ríen de ellos, con sus crueles: “¡son unos niños pobres, son unos niños pobres!”. Se marcha el padre con sus hijos; el abuelo sigue roncando profundamente desde la litera; la suegra, aplicada, limpia los baños mientras la madre recoge la cocina y el comedor. Al finalizar las tareas domésticas, la abuela, antes de marcharse a la residencia para jugar a las cartas o al bingo con sus amigas, entrega a la madre un sobre con billetes para ir al mercado. La señora resguarda el sobre en el bolso, agarra el carrito de la compra e introduce una bolsa de basura, enorme, en su interior, con cuidado de que la abuela o el abuelo, recién levantado para tomar su vermú en el bar de la esquina y preparado para una interminable partida de dominó, la pillen. Sale a la calle, apresurada, rumbo a uno de sus sitios favoritos; entra en el edificio, se refugia en los aseos, extrae del carrito la bolsa negra y, de la misma, un abrigo de piel de zorro auténtico y un collar de perlas auténtico, herencias de la madre, que Dios la tenga en su gloria; maquillaje de marca y perfume caro, detalles valiosos del marido por aniversario de boda. Se arregla, a conciencia; coloca un papel de “averiado” en la puerta del aseo para esconder el carrito, y se pasea por el Corte Inglés, con su disfraz de mujer de alta alcurnia, recorriendo los pasillos, con la cabeza bien alta, apreciando el género, las ofertas, charlando con las clientas o las dependientas. Cuando llega la hora de recogerse, la mujer vuelve al cuarto de baño para transformarse en maruja de clase obrera. Con discreción para que los guardias de seguridad no descubran su secretillo, sale del centro comercial, rumbo al mercado del barrio, para aprovechar los buenos precios del pescado fresco o la fruta a granel. Le urge terminar pronto porque espera una llamada de teléfono para exigir sus servicios como limpiadora a domicilio, trabajo que hace algunas tardes para sacarse un jornal de cuantía poco elevada, pero suficiente para complementar la ayuda por desempleo.

Ni el padre, ni los niños, ni los abuelos saben en qué se entretiene la madre algunas mañanas; nadie sospecha qué hace esa mujer risueña que se divierte con las visitas a esos grandes almacenes para jugar a las damas distinguidas; porque ella no pierde la esperanza, porque sabe que algún día, y no muy lejano, la suerte se volcará con su familia, y podrá ir a comprar al Corte Inglés las veces que le plazca, y siempre se presentará allí agarrada al brazo de su santo esposo y acompañada de sus hijos, con su abrigo de visón que olerá a Christian Dior, exhibiendo sus joyas doradas de diseño italiano, luciendo una amplia sonrisa que demuestre con honestidad al mundo que no sólo es una señora en apariencia: la clase se lleva por dentro, y ella, que insufla valor a su esposo para que no decaiga, que se sacrifica para alimentar a sus vástagos, que auxilia a sus mayores con todo el cariño y que conoce la humildad absoluta, lo sabe. Lo sabe. Mejor que nadie.

ANA PATRICIA MOYA

http://issuu.com/visorliteraria/docs/revista_literaria_visor_-_n___5

UN POEMA Y UN RELATO INÉDITOS

PATRICK BREMER

PAUTAS PARA ESCRIBIR UN POEMA

 

Extrae tu corazón

-sin delicadeza-

 

mantenlo entre tus manos ingenuas,

aprecia cuánta belleza en bruto

 

-la porquería de(l) existir

en cada sístole \ diástole-

 

y cuando termines de observar,

ocúltalo en su hueco

 

protégelo: es tu punto débil

(lo que te hace fuerte)

 

y jamás te permitas

jamás

despreciar o ignorar su ritmo

 

porque de ahí brota la pureza

 

el poema desnudo.

 

ANA PATRICIA MOYA

Imagen: Patrick Bremer

SERGE GAY

LECCIONES QUE JAMÁS SE APRENDEN

“¡Vaya tía petarda!”: eso piensa el muchacho que escucha, desmotivado, los poemas de aquella elegante mujer. El novel se aburre: es lógico, no es su estilo. Él va de innovador, de auténtico transgresor: lo que declama con parsimonia aquella mujer de intachable reputación estaba desfasado, fuera de lugar; “¡joder con los dinosaurios de la poesía, que sólo escriben sobre las mismas cursiladas!”, critica para sus adentros. Al concluir la señora, se cede el turno de aquel que había nacido para demostrar que las cosas habían cambiado; se levanta, muy digno, y se coloca frente al estrado; abre su poemario de reciente publicación y empieza a soltar, según los pensamientos de la experimentada poeta que prefiere permanecer en la sala por educación, “nada más que groserías y zafiedades”. De su boca, versos en voz muy alta que reafirman su condición de maldito y profeta de medio pelo – “angustia existencial”, “sociedad injusta”, “mi fracaso es el éxito”, “mi ombligo es la salvación”, etc -; “vaya futuro más negro le espera a la lírica con semejantes inútiles”, murmura, anonadada, la artista casi cuarentona. La promesa joven de la poesía concluye su diatriba y así finaliza el ciclo de recitales; se reúnen los participantes para intercambiar impresiones y al final optan por almorzar en un restaurante cercano. Casualidades de la vida: quedan sentados juntos. No se dirigen la palabra; se lanzan miradas furtivas, cargadas de desprecio; él no puede creer que ella tenga un importante premio nacional y ella considera paranoicas las críticas favorables y exageradas las alabanzas a su obra temprana. Transcurren las horas, la reunión de poetas de ambas generaciones continúa amenizándose; la noche se instala en aquel antro postmoderno donde las lenguas se desinhiben con el alcohol, y del odio al deseo, un paso: él y ella se trasladaron al hotel para follar, con urgencia. Ni juventud, ni experiencia: no hay poema más eterno que el de la carne. En la madrugada, ella partirá hacia la estación de tren, relajada, deseando llegar al hogar para escribir sus artículos semanales sobre el rumbo erróneo de la poesía contemporánea, y quizás algunos versos – con rimas – sobre un torpe chaval al que rechazó por carecer de madurez; él volverá a casa de sus padres, excitado, desayunará tostadas con café y luego, como un loco, buscará su ordenador portátil en su habitación caótica para relatar la anécdota y así presumir de que se había hecho el amor con un fraude. Los poetas prefieren enfermar de orgullo y no admitir que la poesía no entiende ni de pasado, ni de presente, ni de futuro: es eterna, tan eterna como esas pieles resbalando entre sí, sin cuestionarse nada más que sentirse, como las de esos dos que chocaron hasta rendirse a la evidencia del orgasmo compartido.

ANA PATRICIA MOYA

Imagen: Serge Gay Jr.

POESÍA, un relato

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POESÍA

Julio reclamó la presencia inmediata de su musa por teléfono. Media hora después, el timbre anunciaba la llegada de la atractiva Lucía, su comprensiva confidente; en el comedor del apartamento, Julio le esperaba, sonriente, con el café recién hecho y unas pastas de la repostería del centro de la ciudad y que tanto le agradaban a aquella mujer. Se acomodaron, y mientras apuraban sus tazas, él manifestó su gran preocupación: su editor le agobiaba con insistentes llamadas y mensajes de correo electrónico, instigándole a que se apresurara en componer una nueva obra poética, de índole romántica, el género que especialmente hizo famoso a Julio en el panorama literario; su reputación como poeta se extendía a otros países, hasta sus libros, tan elogiados por la crítica, habían sido traducidos a varios idiomas. Julio había recibido un generoso adelanto económico y tenía la obligación de entregar, en el plazo de una semana, un borrador para justificar un nuevo trabajo, pero transcurrían los días, y no había redactado ni una miserable página: le aterraba la idea de que su talento fuera cuestionado. Consternado, Julio se levantó de su sitio; comenzó a dar vueltas por la estancia mientras la joven escuchaba las quejas del atormentado poeta, palabra por palabra; parece ser que el editor fue explícito y amenazó con que si no estaba dispuesto a completar un libro de poesía en condiciones, que se despidiera de seguir publicando en la editorial, que bastante harto estaba de los caprichitos del poeta. De repente, Julio se detuvo; observó a la chica con ternura, y se aproximó para desabrocharle la blusa y rozar con sus labios aquel cuello, de piel tersa; le susurró, quedo al oído, que anhelaba la belleza de su desnudez, y ella, obediente, se fue despojando de sus prendas: el sostén, la falda, las medias y las braguitas de encaje. Él se volvió a sentar en su sillón, y la contempló, embelesado: la tez pálida, senos turgentes, caderas anchas, el pubis rasurado. Lucía se situó delante del poeta; tomó su robusta mano para besarle la punta de los dedos y luego colocarla sobre un pecho, pero él la retiró, algo brusco; murmuró que sólo quería captar todos los detalles de su espléndida desnudez. Lucía, desganada, suspiró; cruzó los brazos mientras Julio admiraba la curvatura de su vientre casi perfecto y sus muslos. Al final, la muchacha rompió su silencio: reprochó que estaba cansada de repetir este ritual desde hacía meses, que ya no quería conformarse tan sólo con exponerse en cueros a los ojos ávidos del amante; deseaba que le tocara, y así expuso el ultimátum: si no le hacía el amor allí mismo, en ese momento, se marcharía. Y Julio, anonadado por la actitud inesperada y rebelde de la mujer, se molestó por la proposición, y volvió a rechazarla, alegando que no era digno de ultrajar aquel precioso cuerpo con los vulgares fluidos de la pasión, y que si eso ocurría, dejaría de ser hermosa y pura. La musa de carne y hueso, desafiante, lo miró fijamente a los ojos, y confirmó lo que Julio más temía: que la poesía es realidad, se palpa, se siente, se vive, y que él era un infeliz que nunca, nunca, nunca se atrevió a acariciar la poesía con sus manos. Cabizbajo, el poeta enmudeció, más perturbado que nunca. Ella, con el semblante triste, se compadeció de él; se vistió con calma para luego desaparecer de su hogar, sin despedirse. Aquella noche, la melancolía se apoderó de aquel hombre que pasó toda la madrugada en vela, delante de la pantalla, en blanco, del ordenador portátil; en la mesa del despacho, montones de tomos de poesía, ediciones especiales de coleccionista que había revisado varias veces; también habían ejemplares apilados de su propia obra, así como un folio garabateado con unos pocos versos peregrinos, a pluma estilográfica, y una botella de whisky, casi vacía. Meditabundo, jugueteaba con los cubitos de hielo de su vaso. No sabía si extraer más alcohol del mueble bar para seguir esperando a la inspiración, o concretar un plan para convencer al editor de compilar sus poemas amorosos en una tercera antología poética.

ANA PATRICIA MOYA

Un pequeño homenaje a Miguelanxo Prado

(Imagen: Crystal Barbre).

(Publicado en el número 38 de «La manzana poética»).